lunes, 3 de mayo de 2010

Dieciocho minutos

Gol de Alonso. Algunos gritaron, como siempre. Pero yo me quedé callada, no me inmuté. Fue como si nunca hubiese entrado esa pelota. Miraba, desde la tribuna de 60, cómo todo se movía menos yo, que no quería sentir.

Ella me miró con un sueño en la frente pero no le pude responder. Me agarró de la mano y me apretó fuerte. Tenía un “Valium” en el corpiño envuelto en un pedazo de papel, unos cigarrillos que prometía dejar de fumar y una estampita de su virgen de cabecera, la Desatanudos.

El miedo a la esperanza, el miedo a la ilusión. Una fea sensación que traía desde mi casa, desde hace un tiempo, porque ya no existían cábalas ni amuletos. Años yendo a la cancha y probando todo: camisetas, remeras, pulseras, bombachas, rituales, cualquier cosa servía de barrilete a la ilusión, a ese cielo prohibido para mí.

Alonso corre al centro, se apura, pero se permite darle un beso a la pelota. Y el partido sigue. Y ahí van ellos tirando un centro a las manos de Sessa. Dios mío lo que debe sentir ese hombre. Pensar que lo veía en la misma tribuna donde estaba parada yo, hace unos cuantos años atrás, cuando él iba a ver al Lobo con sus hijos.

Y yo no quería abrazar a nadie y se notaba que a varios les pasaba lo mismo. Todos ahí, mirando a los once tipos de turno, a los once que no eran nada y, sin embargo, fueron todo. Y a ella, que me pedía un abrazo, tampoco se lo podía dar.

La pelota volaba, se hacía desear. Cambiaba de juego, de jugador, de botín. Miles que la desafiaban, soñaban su destino. Pelota que armaba castillos y los desplomaba con sus reyes y princesas dentro.

Y yo seguía sin sentir. No miraba el reloj ni soñaba con un final feliz. Pensaba en lo que iba a venir, en las cargadas, en el qué dirán. Parecía que ella sabía lo que pensaba: me miró y se sentó en el tablón.

Cambio en Rafaela y esa bandera enfrente: “Traigan frutillas que la crema es de primera”. ¿Y qué decir? Era lo probable. Había construido una barrera mental a la esperanza. Estaba segura que íbamos a perder y, durante esos segundos, la historia me daba la razón.

Pero ahí vamos nosotros de vuelta. El área es un caos, todos metidos adentro, el cambio que no se hace. Y llega el segundo. Gol otra vez. Se suman gritos nuevos pero yo no puedo gritar. Sigo inmóvil, sin sentir. La veo a ella sentada en el tablón, entre el amontonamiento de gente, rezando a su estampita. No me mira, sigue con los ojos fijos en esa mujer que era la fe, su fe. La toca, la acaricia, pero no se anima a besarla.

Esta vez fue Niell. Casi ni lo grita, se apura como Alonso. No le da un beso a la pelota pero la lleva al centro y se pone a pedirle a alguien que cambie la historia. Se agacha y él también reza, exige el milagro.

En las tribunas los triperos se empiezan a copar. Ven relojes y sacan cuentas. Pero yo sigo con miedo. No quiero sentir, me niego a ilusionarme. Hay algunos que se miran, todos se entienden, las miradas bastan.

Y queda poco, sólo unos minutos. Va Cuevas y se la roban. No hay nadie atrás, y mientras tanto los de la crema que corren como locos porque ellos también se la juegan.

Y pienso que el amor no cambia según categorías. Estoy segura que voy a seguir siendo tripera aunque reconozco que las cosas pueden cambiar. Pero nací con esto, en una familia azul y blanca y este es mi destino.

El pedazo de papel que estaba en el corpiño ya estaba mojado. El “Valium” ya se había deshecho y se había transformado en una pasta. Pero ella necesita tranquilizarse y chupa el papel como un drogadicto que necesita saciar su impulso, como un animal sin razón.

Y ahí va Cuevas otra vez. Tira el centro y se la juega. Miles de triperos siguen la pelota y ven cómo pasa el arco. Sufren hasta lo último, se les para el corazón. Yo dudo de la eficacia, esperando equivocarme.

Y de repente el mismo pibe de hoy, que se había reconocido bicho colorado, se tira de palomita y se transforma en lobisón. Tiene el número 22 en la espalda, parece una quimera.

Y fue el tercero, el de la gloria. El que pude gritar. El que hizo que ella se levantara del tablón y deje de rezar. El que unió en un abrazo a toda la familia tripera. El que dio razón a la esperanza y vida a la imaginación.

Y ya ni sé qué hicieron los jugadores. No los vi, el abrazo me ganó y esta vez la emoción me cerró los ojos. Cuando los abrí estaba “Chirola” colgado del alambrado, dándose la mano con uno que se había trepado a la misma altura, con el que compartía la emoción.

Los gritos eran llantos y las lágrimas felicidad. Olvidarse del resto y pensar en nada, en eso que se vivía, en Gimnasia que lo es todo.


María José Fernández. La Plata.-

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