lunes, 3 de mayo de 2010

Las tareas por cumplir

Uno ya es grande… (o más o menos grande porque cuando escucho hablar a los viejos me doy cuenta de que ellos se la bancaron más), pero digo grande en relación a mi hijo Mateo de diez años. ¿Cómo se le explica a un chico el haberlo hecho de este cuadro? ¿Qué le pasa por la cabeza a ese pibe que domingo tras domingo me ve putear, discutir, pelearme…? A veces creo que si me insultara, si me echara en cara el haberlo hecho de este cuadro tendría razón… Pero después empiezan las otras preguntas: ¿Cómo es posible que un chico de apenas diez años pueda sufrir igual que yo… o más? ¿Cuándo le contagié este virus? ¿Será algo genético?

Para ponerlos en situación y para que yo mismo me acuerde, cuando lea esto dentro de mucho tiempo, informo que hoy es 12 de julio de 2009 y mi equipo acaba de conservar la categoría al vencer por tres a cero a Atlético de Rafaela. El primer gol lo hizo el uruguayo Alonso, de carambola, a los 27 minutos del segundo tiempo y ya para esa altura habíamos quedado solos frente al televisor con mi hijo Juan Mateo. Mi mujer había puteado feo al final del primer tiempo, dijo que hubiera sido preferible habernos ido antes de que termine el campeonato y qué sé yo cuántas cosas más y fue en busca de un terapéutico acomodamiento de placares. Mi hija Magdalena acometió contra el perro que soportó el baño estoicamente aunque mostrando los colmillos. Cuando las dos mujeres de la casa escucharon el gol, se vinieron, lógico, pero mi esposa puteaba aún más. Empezó con que ahora era peor, que hubiera sido mejor quedar cero a cero y… volvió al acomodamiento de ropa. El pobre perro soportaba ahora unas refregadas un poco mas intensas.

Faltando un minuto para que se cumpla el tiempo reglamentario, el jugador más petiso del fútbol argentino, Niell, de cabeza, convierte el segundo gol: dos a cero. Trato de calmar a Juan Mateo para que no lo grite porque pienso que a las mujeres les va a hacer peor, pero el pibe estalla en un grito que no parece salir de una garganta de un ser humano de diez años y entonces aparece la facción femenina abriendo la puerta con violencia y reforzando los argumento anteriores, más aún cuando ven que van 44 minutos y el partido ya termina. No sé bien cómo desaparecen de la escena en el mismo momento en que Rafaela vuelve a sacar del centro de la cancha y se ve en un recuadro rojo en la parte superior de la pantalla el tiempo adicionado: ¡¡¡son 6 miserables minutos!!! Entonces el pibe, mi hijo, en una acción que desafía todas las leyes de la lógica, se dirige resueltamente hacia su mochila y comunica que va a hacer la tarea de matemática. Yo estoy tan sacado que no dimensiono inmediatamente lo que acaba de decir… Una semana hace que le estoy pidiendo que haga esa tarea que la gripe porcina y la consiguiente suspensión de clases le han impuesto y este pibe, Juan Mateo, contradictorio como pocos, decide hacerla ahora, en estos seis minutos que ya son cinco. Pero no bien pone la carpeta sobre la mesa y el partido transcurre por el minuto 46 otra vez Niell y otra vez de cabeza, hace el tercer gol… y el pibe se pone a llorar. No grita, no salta, no se mueve… se pone a llorar. Las mujeres aparecen porque algún vecino gritó o porque yo, sin darme cuenta y contra mi voluntad, debo haber gritado. Trato de imponer la calma: informo que faltan 5 eternos minutos, que tenemos un hombre menos, que esperen… que todavía no… Las mujeres desaparecen dejando la puerta abierta y amago con irme también, pero el pibe me pide entre sollozos que me quede y entonces vuelvo, no sin antes alcanzar a ver al perro en la pileta del lavadero que sigue en el suplicio del baño aunque ahora el agua que lo moja no proviene sólo de la canilla. Oigo las puertas de los placares y los cajones chocando sus maderas y me imagino ropa volando por la habitación como si un gran viento se hubiera levantado… Regreso al sillón y miro sin ver lo que pasa en el campo de juego porque el llanto de mi hijo no se detiene y le ordeno estúpidamente, pero agarrado de la última cábala que me queda, que finalice la tarea a la que él mismo se condenó increíblemente en esta instancia crucial. ¡Cómo si el pibe estuviera en condiciones de poder realizar una actividad intelectual y cómo si esa orden que le doy fuera la llave que me garantizara que el partido va a terminar con ese resultado…! Pasa que todas las otras estupideces que me propuse desde la noche anterior se me fueron ya al carajo y resultaron infructuosas durante 75 angustiantes minutos. Pasa que no puedo creer que en 15 minutos todo se haya dado vuelta y la salvación esté ahí, al alcance de la mano. Entonces lo miro de reojo al pibe que finge hacer la tarea, es decir, se pone en posición de escribir porque ha comprendido cuál es la finalidad de esta postura, de esta actuación y de esas palabras mágicas que él pronunció y materializaron el milagro del tercer gol. Y cuando vuelvo la vista a la pantalla veo que todos los jugadores se abrazan y mi mujer aparece con la bandera de Gimnasia como si fuera Mel Gibson en la película y sale al patio y empieza a putear con la voz quebrada y mi hija jamás terminará de secar al pobre perro que mira y sufre desde la pileta del lavadero. Me paro del sillón, camino y abro los brazos para estrechar a mi hijo, pero él sigue llorando y no abandona su falsa posición de escritura porque teme romper el encantamiento que produjo semejante sacrificio. Le quito la lapicera de la mano, lo abrazo y le digo que ya está, que ya pasó, que la tarea está cumplida.


Carlos Andrés Gurini. La Plata.-

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