lunes, 3 de mayo de 2010

Disfrutar el sentimiento

Fue el feriado nacional más estresante. La tarde del 9 de julio culminó, para la todos los triperos, con la paliza recibida en Rafaela que dañó el ánimo.

Nos fuimos de mi casa, después del partido, a la deriva.

El “Turco” se subió a su 147 y dijo “hagamos algo, vamos al centro…no sé…” y de inmediato Juan y yo, ante la mirada de mi viejo, lo seguimos.

Sin ni siquiera pensarlo, pasamos a buscar al “Suizo” por la casa del primo. También arriba del coche de prepo y sin mediación, como si le hubiéramos escrito o previo llamado por celular.

Todos tenemos la misma edad y no hubo comentarios. Recuerdo las miradas, era oír el silencio.

Terminamos en un pool de 48 casi 11, donde, sin saberlo, encontramos gran parte de lo que habíamos perdido: la esperanza.

Pedí una cerveza y varias fichas, mientras ya le hacían la novena entrevista, por los canales del multimedios, a Aldo Visconti como si se tratara de Gabriel Batistuta o el “Charro” Moreno. “¡Lo que es el exitismo que tan cerca tenemos!”, putié por dentro.

“Este jorobado hizo 4 goles en una temporada y nos estampa 3 en un partido. ¿Cómo carajo hizo? ¿Me lo pueden explicar?”, pregunté, sin darme cuenta de que no hablé con mis amigos desde que Laverni terminó el partido en Santa Fé.

No encontré respuestas; los chicos sólo miraban el paño verde de la mesa como si fuese una cancha para buscar explicaciones, que ninguno tenía.

Pasaron varios minutos sin percatarnos de que en la mesa de enfrente estaban ellos. Dos pibes de no más de 8 ó 9 años, uno con la camiseta del Lobo y el otro con una remera con el escudo en el pecho.

Se divertían como si nada pasara. Ver eso me alivió, me dio algunas respuestas.

Juan también los observaba, pero tenía más ganas de romper el único taco que conseguimos que de reflexionar. Justo él, uno de los muy pocos triperos, que privilegia la razón antes que la pasión.

No quedaba otra más que sacar el bono con tiempo, volver a las cábalas, cambiar de tribuna, mirar al cielo, cruzar los dedos.

Así fueron las horas previas a la revancha.

Decidí hablar con mi abuelo, que no está, en un ámbito que él detestaba porque nunca fue creyente: la catedral. “Tito”, como le decían, me marcó a fuego, y la historia -precisamente- es la historia de los que no están, escuché una tarde en la facultad.

Gimnasia si por algo se caracterizó en el campeonato fue por la falta de gol y teníamos que hacer nada menos que tres.

Se lo pedí al “Nono” después de subir por la rampa de 14 y 53.

No se porque, después de pasar la madrugada con todos los chicos haciéndonos promesas, decidí ir con el auto por los 3 lugares donde viví. Aquel primer departamento de 116 y 34 que mis viejos alquilaban y pasé los primeros meses de mi vida, la casita interna de 5 y 37 de mi tía abuela y la actual, pero dando la vuelta manzana, en todas, por la vereda y en contramano.

Compré “El Día” antes de llegar y leí el suplemento de deportes, en el comedor, con la ilusión y el optimismo de la reciente locura.

Me levanté y no desayuné. Un domingo más sin mate o café con leche no era nada. Más que querer tomar algo para no tener la panza vacía, era no poder.

A las 12 y pico del mediodía, salimos con Papá y Bruno, mi hermano más chico, a buscar al “Suizo”. Estacionamos en 52 y fuimos, por la vereda del Zoológico, hasta la esquina del Monumento a esperar al “Turco” y Juan.

Verlo a mi viejo camino al Bosque, contando de sus épocas de juventud y los jugadores que vio, siempre es para mí el pronóstico de lo que va a suceder en cada partido al que vamos juntos. El estaba tranquilo, parecía que “la película” que se aproximaba no le sería repetida.

Entramos por la puerta que da a los vestuarios e intentamos subir a la Tribuna de 60 justo detrás del túnel; terminamos en el quinto escalón del córner, empezando de abajo.

Aparecieron “Lucho” y “Javo”, para nuestro asombro. Ellos no son de La Plata ni de Gimnasia, pero entendieron el sentimiento apenas llegaron a estudiar a la ciudad.

Salió el equipo, empezó el partido y yo aferrado a la última foto de mi abuelo vivo, envuelta en un calzoncillo del Club adentro de la campera, una moneda de un peso en el bolsillo chico de adelante y tres de 25 doradas en el de atrás a la derecha. La suerte tenía que estar con nosotros alguna buena vez.

Atacábamos y, con suerte, cerca del palo. Tirábamos un centro y la atajaba, antes que baje en alguna cabeza, el “lungo” Capogrosso. No había caso.

Pasó el primer tiempo y el entretiempo que, para la generación que estaba conmigo, fueron los 15 minutos más crueles en una cancha.

Volvió el equipo al campo de juego y esa breve charla de Madelón con nuestros jugadores, antes de que empiece el complemento en la mitad de la cancha, fue inentendible y tranquilizadora al mismo tiempo.

Con la expulsión de Teté se abrió el partido, pero cuando lo rajaron al “Pampa” dije “estamos fritos, cagamos”.

En los momentos más tensos, mi viejo se caracteriza por recurrir a la ironía para descomprimir la situación. “No se preocupen, quizás la entrada en la “B” es más barata”, largó en medio de la desesperación y los nervios a su alrededor. Lo miraron demasiado feo los que se perdieron el gol de Alonso.

“¿Cuánto falta?”, preguntó un tipo atrás mío. “Casi nada”, contestó Papá previo al desborde de Aued que terminó con Niell, colgado de la red, gritando el segundo.

Ahí fue cuando recordé que Bruno -que nació el mismo día del abuelo- volvió ese día al Bosque, por pedido de mi viejo que le hizo saber que no iba con nosotros desde que goleamos a Alianza Lima 5 a 1. Y faltaba un gol nada más, para golear de nuevo sobre el mismo arco de esa noche de febrero de 2003 contra los peruanos.

Aquel minuto 46 fue una secuencia de emociones. Aparecimos todos contra un paravalanchas, que forma parte de una de las salidas por debajo de la tribuna, mi viejo que deja de fumar y los dos hermanos completamos la fila familiar en el mismo tablón.

Madelón tiene que dejar el campo de juego, por protestarle a Collado, y se va al túnel.

En ese lugar, detrás del alambrado, me quedé en la Final de la Copa Centenario con Papá y fue la primera vez donde vi un partido, yendo solo a la cancha a los 12 años.

Por recordar eso, me pierdo momentos del partido. Alguien patea al arco y la pelota, que para mi hoy sigue entrando, es empujada por no se quien (porque no lo vi al petiso maravilla volar en el aire) y se mete pegada al palo del túnel, ahí mi “primer lugar” cuando el domingo santo del ‘96 me fui solo y sin avisar a la cancha y le ganamos a Ferro 1 a 0 con gol de Márcico.

Mi viejo lloraba, pero no lo vi. Tuvieron que contármelo. Mi hermano nos abrazó y yo agarré la foto de mi abuelo y le pedí que por favor termine el partido, antes de un tiro libre de ellos en la puerta del área grande del arco del Bosque.

¡Esa foto sonrió!. Juro y recontra juro que tuvo una hermosa mueca en los labios hasta que terminó la maldita Promoción.

No fui a 7 y 50, preferí ir a saludar a mi mejor amigo que lloró, con su familia, en su casa de Ringuelet y que me mandó decenas de mensajes de texto que no pude leer.

Hace unos días, en un cumpleaños, un joven y futuro ingeniero me contó: “yo no sigo el fútbol, no soy de nadie… pero ese partido de ustedes fue mejor que cualquier final del mundo y el más emocionante que me tocó ver, fue disfrutar el sufrimiento.”


Francisco Postiglioni. La Plata.-

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