lunes, 8 de marzo de 2010

Con la grandeza de Gimnasia

No podía creer lo que presenciaba. Parecía haber caído en el engaño de mis ojos, cóm­plices de mis deseos. La visual, afectada por las lágrimas, daba toda señal de que real­mente lo había hecho: había sucumbido ante la tentación de caer en mis fantasías. Todo había comenzado unos días atrás:

Las agujas marcaban las 5:00 AM cuando se hizo escuchar el intenso y constante so­nido del despertador, que no sirvió de mucho, ya que las ansias y los nervios fueron los encargados de no dejarme cerrar los ojos en toda la silenciosa noche. La batalla nos esperaba. Apurados por los latidos del corazón, partimos con mi padre rumbo a la verdad, ubicada a unos cuatrocientos kilómetros de casa.

Esos cuatrocientos kilómetros simularon ser el extensísimo recorrido que debió hacer Moisés para lograr salvar al pueblo judío de las cadenas egipcias; aunque esta vez, era la vida o la muerte...

Recién arribados, acompañados por una multitud de la misma sangre, como de cos­tumbre, fuimos hacia allá: hacia el hogar de nuestro enemigo, que nos esperaba para combatir la extensión que le prolongaría la vida a uno de los dos, por lo menos por unas horas…

Combatimos y combatimos, aunque un poco conservadores a sabiendas que todavía nos aguardaba la segunda batalla en “casa”.

El resultado del duelo no fue el soñado. Todo lo contrario: el enemigo no solo parecía haberse quedado con la salvación momentánea, sino con la inmortalidad, hecho que nadie (ni los nuestros, ni los suyos, ni los otros) esperaba.

David volvió a derrotar a Go­liat. Aunque esta vez, se dio el lujo de dejar con vida al Gigante; con casi nulas posibili­dades de salvarse, pero posibilidades aún.

Así que con tres puñaladas en el alma, una más dolorosa que otra, y con las horas contadas, partimos el triste regreso; en coma, pero no muertos...

A exactamente setenta y dos horas de la guerra de nuestras vidas, y como todo paciente en coma, nos internamos en muy grave estado, con grandes riesgos de muerte.

Pasaban horas y horas... y nuestra salud no mejoraba. Pasábamos el tiempo lamentán­donos la paupérrima forma en la que dimos combate, con la noción de que nos estába­mos jugando nuestras vidas. Igualmente sabíamos que no todo estaba definido, aunque solo un milagro nos salvaría…

Pasaron más de cuarenta y ocho horas desde que estábamos internados y, a tan solo menos de veinticuatro de la última oportunidad, nuestro estado seguía sin mejorar. Es más, por las noches sen­tíamos que la Blanca Mujer tocaba la puerta del internado, reclamando por nuestras vidas. Nosotros, con la mínima fuerza que nos quedaba, nos aferrábamos a nuestras camas para que no nos lleve con ella.

Hasta que en la noche previa a la “Gran Guerra”, nos dimos cuenta que de nada servía quedarnos así; que lo único que lograría mantenernos en vida era lograr la victoria en la batalla de nuestras vidas; y en caso de morir, morir de pie.

Así, con la mentalidad renovada para afrontar el trascendental desafío que nos esperaba a un par de horas, salimos del internado, afilamos la espada, preparamos el escudo y salimos al campo de batalla a matar o morir:

Combatimos y combatimos nuevamente. Cada pelota se jugaba como la última. Sin embargo, el arco parecía estar cubierto por una pared de color invisible, y nos fuimos al entretiempo en el mismo estado crítico con el que nos encontrábamos en el internado; con toda la presión de hacer tres goles en el segundo tiempo para lograr quedarnos en la máxima categoría del fútbol argentino.

Cumplido el tiempo de descanso, salimos nuevamente a dar batalla, aunque entregados completamente al azar.

El pitido del árbitro se hizo escuchar, subiendo el telón del segundo período. Alonso se la dio a Cuevas, éste a Messera que, al ver a Ormeño partir su carrera por el andarivel derecho hacia el área rival, le entregó un pase en falso. Así, y tras varios intentos de ataque fallidos, las escasas ilusiones que nos mantenían en vilo, se iban desvaneciendo.

Llegaban los quince minutos de la segunda parte y Rafaela era amo y señor del partido: con la inmortalidad en el bolsillo sellado por algún material irrompible, dominaba en todos los sectores del campo de juego.

A esta altura, parecía que lo único que Gimnasia tenía de primera, era su fiel hinchada, la cual, aún a sabiendas que nos estábamos muriendo, gritaba y alentaba hasta la última gota de suspiro.

Cada minuto que pasaba era una daga que se clavaba en el pecho, ahí, donde duele, en el representante del amor. Los pasos de la Blanca ya se hacían escuchar, y esta vez, la Temerosa parecía decidida a no irse sin nosotros...

Hasta que, faltando diecisiete minutos para nuestra desaparición definitiva, logramos sacarnos uno de los tres puñales recordados de manera lamentable con los que nos volvimos de la cancha de Rafaela.

El gol de Alonso había devuelto una considerable dosis de sangre a nuestro corazón.

Empujado por la entrada de la redonda a la red, Madelón se decidió por hacer una variante: sacar a un defensor y poner en su lugar a Franco Niell.

No obstante, por la prolongada estabilidad del resultado y por la expulsión de un soldado, el escalón que habíamos escalado en busca de la hazaña parecía haber sido en vano: la Muerte se nos aproximaba cada vez más a tal punto que, en su intento de tomarnos la mano para llevarnos con ella de una vez por todas, resistimos como pudimos, recordándole que todavía nos quedaban tres minutos por vivir…

Pero ni el puñal quitado del inquieto bombeador, ni la resistencia ante Ella, resultaron ser en vano: a los cuarenta y cuatro minutos del segundo período, Franco Niell, ingresado durante el transcurso del partido, conectó la cilíndrica a la red, inyectando a todo el pueblo gimnasista la esperanza que necesitaba para lograr la tan soñada salvación.

Un sólo escalón restábamos por subir; un sólo puñal restábamos por sacar para seguir con vida; un sólo gol necesitábamos para lograr revertir el cero-tres con Rafaela y así quedarnos en la Primera División del fútbol argentino.

Con miedo a imaginar lo utópico, cerré los ojos y presté toda la atención en mis oídos. El destino cantó en forma de relato:”Cuevas, Cuevas que la tiene; va Gimnasia buscando el gol del milagro, lleva la pelota Cuevas, puede ser en esta, Cuevas al área, viene el centro, ahí está, si si, de cabeza viene GOL-GOL-GOL-GOOOOOL!!” Al momento, los abrí para ver si realmente el sueño había dejado de ser un sueño, para luego acompañar al relator con el tan ansiado y ferviente grito de “GOOOOOOOOOOOOOOOOL”.

Finalmente, mis ojos hundidos en lágrimas, no me engañaron: el festejo de todo el pueblo tripero ante la epopeya más grande de nuestro querido club, fue una realidad…


Simón Salome. La Plata.-

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