lunes, 15 de marzo de 2010

El pequeño gigante

Típica mañana de invierno, aunque no tan fría, desperté sabiendo q era el último de mis días. El corazón latía distinto y mi sangre corría, como sabiendo que en poco tiempo pararía. La sensación de estar al borde de la muerte hacia acrecentar la adrenalina, recorrí en pensamientos mis casi 30 años y descubrí que a pesar de todo había sido feliz.

Mi madre ni me hablaba, conociendo mi carácter, y mi hermano portaba una cara que nunca antes le había visto. Las agujas del reloj se movían lentamente, y la hora crucial se hacia rogar. Que máquina perfecta el cuerpo que sabia que en un par de horas moriría y sin embargo ponía todo de si para seguir funcionando hasta el último aliento de mí ser.

La rutina no cambió demasiado, pava al fuego, unos ricos mates, y nada sólido, ya que mi estomago estaba cerrado y nada podía digerir sin que me caiga como una piedra. Las lágrimas fluían sin el menor esfuerzo, solo seguir vivo las generaba. Era una angustia incontenible, y hasta llegué a sentir algo de alegría al pensar q era la última vez que lo sentiría. Mi vida había llegado a su fin y tuve ganas de recordar.

Mi niñez: solía tener casi todo lo que quería y mis padres hacían lo posible, tenía amigos que hasta hoy algunos siguen siéndolo, y recuerdo que mi máxima preocupación era poder meter la bolita en el opi, o no ser descubierto en un juego de escondidas. Las grandes frustraciones eran que en el recreo del jardín la chica que me gustaba haya faltado, o que, en el peor de los casos, esté y no me salude, soñaba con ser cirujano o ginecólogo sin tener la menor idea de lo que había que estudiar, pero bueno, en ese momento eran mis sueños, aunque debo reconocer había uno mas grande que jamás se cumpliría.

La adolescencia: fue un tanto mas complicada (calculo que para todos lo ha sido), en la escuela me fue mal, nunca me gustó estudiar, hasta que me di cuenta lo importante que era, empecé a trabajar a los 18 años, o tal vez un poco antes, y los sueños cambiaron, ya la medicina no era lo mío y a decir verdad ninguna carrera era hecha a mi medida. Pero ese sueño grande seguía latente e inalcanzable.

La adultez: creo que no la alcancé, a pesar de poner todo mi empeño en lograrlo, y cuando creía que llegaba, mi vida estaba terminando…

Mi padre me vino a buscar con mi hermana, esperamos un amigo y desolados partimos al templo, realizando una parada para levantar otro muchacho. Nos cruzábamos con gente que también moriría ese día. Algunos reían, otros lloraban y algún que otro loco se lo veía exaltado.

Llegando al lugar, el corazón se reanimaba, y a la vez se agotaba, las pulsaciones movían mi pecho y la cabeza era un tambor a punto de estallar, y eso q eran de las últimas que sentiría.

A diferencia de otros días, el silencio abundaba y el ritual, de ser en constante alegría pasó a tener un tinte de dolor.

Flotaba en el aire un dejo de esperanza, como si alguien de un momento a otro llegaría gritando, que tenía el antídoto para no morir hoy.

Nunca llegaría nadie. Seguíamos viviendo ese sufrimiento, deseando q termine. Y era inminente.

Comenzó la casi imposible recuperación, cuando salieron a entregarme todo su apoyo, lloré desconsoladamente, no podía parar, juro q lo intentaba. Pero no podía. Vi alrededor de 20 hombres q estaban ahí para hacer todo lo posible de que siga viviendo, y a decir verdad, no les tenia fe, aunque inconcientemente un poco les guardaba. El cuerpo me explotaba y los síntomas de la muerte comenzaban a abundar. Veía los rostros aledaños y en cada segundo que pasaba los años corrían avejentándolos.

La esperanza de vivir llegaba al extremo de casi ni existir, nos mirábamos unos a los otros como tratando de darnos fuerzas o quizás nos queríamos unir en esos últimos instantes de vida.

La primera inyección llegó de un país vecino, en plena agonía, y parecía tarde.

La cuenta regresiva se aceleraba y el corazón se abatía hasta que la otra dosis llegó de un pequeño gigante, el mundo parecía conspirar en nuestro favor, como si de repente todo lo que había sido una constante pelea viento en contra se daba vuelta soplando a nuestras espaldas.

Segundos faltaban, y muy pocos. Cuando menos lo esperábamos, el pequeño gigante se hizo presente de nuevo y con el último aliento inyectó el tercer y último antídoto desatando una alegría contenida desde nuestro mismo nacimiento. Ese sería el día más feliz de mi vida, y en realidad seria el primero, pues ese día volví a nacer.

Alejandro Damián Pomato. La Plata.-

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