domingo, 4 de abril de 2010

El día que en el bosque se gambeteó el tiempo

El tiempo se estrechaba en la tarde de aquel día, sólo restaba ver cómo su implacable trayectoria atravesaría punzante el corazón del hincha, luego de zigzaguear escondida en la pelota.

Sentada en la tribuna, mi cuerpo ya frío no me dejaba notar la brisa húmeda del bosque, que en el invierno penetra la Centenario como bocanadas de dragones extintos en el gélido infierno.

La gente iba llegando y en neutra apariencia se acomodaba, según un ritual de final inesperado. El público así se iba encastrando hasta formar una masa a la cual me fusionaba agradablemente, cambiando mi propia existencia a otra de mayor entidad, con múltiples ojos, y cuyas incontables voces comenzaban a hilvanarse en vibrantes cánticos.

Aquel momento al cual no había querido llegar nunca, llegó y, extrañamente entonces quería quedarme allí, formando parte de esa masa.

El correr del reloj empezó a perder su perfección, desacelerándose y diluyéndose en otro tiempo, muy superior. Era el gran tiempo, el tiempo histórico, el que nos convocaba a aquella cita por prejuicio dolorosa, y en la cual parecía que las deidades estaban ausentes, por olvido e ingratitud. Era el tiempo transitado por nuestros próceres, aquellos gigantes que supieron dar a la ciudad una bandera en sus albores, y durante el cual se fueron decantando los otros, los traidores, los conquistadores de estrellas, a las cuales se han ido aferrado en un inagotable deseo de justificar su propia existencia, abandonando los espacios ávidos de estatuillas celestiales, dejando agujeros en su memoria. Nuestros antecesores, en cambio, nos habían encomendado tributar siempre con pasión nuestra insignia, por lo que había que estar ese día allí, por el honor, con esperanza, por la histórica pasión.

El silbato sonó, alterando a la masa que, en un círculo compacto y amorfo, se disponía a purgar los errores que conducían, casi indefectiblemente, a un hito inmerecido. Era un anillo vibrante, que eyectaba a distintos tiempos cabezas y extremidades, expelía gritos, exhalaba feroces alientos, un aro de magma contenido por el alambrado. Y allí abajo estaban ellos, nuestros hidalgos, tratando de encauzar ese delgado hilo de tiempo que, como un láser alocado y a la deriva, manejaba la pelota a su antojo, en una especie de burla a nuestro precipitado destino.

La vegetación del bosque comenzó a enfriarse, bajando su metabolismo al nivel de subsistencia, cediendo a su entorno el calor embebido en esencias magistrales. Esas pociones mágicas empezaron a envolver la masa, como transportadas por ángeles dispuestos a cubrirla con una sábana invisible. Era la antesala del gran sueño merecido por el bosque fatigado.

En esa atmósfera encantada, la masa ígnea, desbordada ante la precipitación de un final impropio, empezó a fundir el alambrado. El tiempo comenzó a perder su impiadosa autonomía, se dejaba pausar para luego ser juego de nuestros guerreros, quienes lo vapuleaban a su antojo.

Y en una primera pausa, a dieciocho minutos del vaticinado final, la inclemencia en el zaguán de la suerte es ajusticiada, por el honor de una historia respetada.

En una segunda dilación, a sólo dos minutos que nos separaba de la anunciada injusticia, en un acto se ejecuta al agorero, despertando la esperanza.

Sobre el límite y en una tercera pausa, una última estocada hizo a la masa incandescente explotar en un grito descomunal, derramándose sobre el campo de batalla, quedando todo allí, amalgamado, petrificado ahora en nuestra memoria, la que guarda la historia de una pasión .


Gabriela Montoro. La Plata.-

1 comentario:

  1. Que lo pario, excelente, lastima que no puedas escribir de esta maraavillosa manera los excitos logrados.
    Besos

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