viernes, 30 de abril de 2010

La medalla

Mi abuelo Remigio encontró una extraña medalla oxidada, perdida en el fondo de un viejo cajón de gaseosas. Le sorprendió tanto el hallazgo, que decidió convertirla en su amuleto personal. Se encargó de limpiarla hasta sacarle brillo y la colgó de un clavito, sobre la puerta de acceso al patio de su casa.

Cada fin de semana, previo al partido de fútbol de su querido Gimnasia y Esgrima La Plata, Remigio se paraba sobre una banqueta y besaba la medalla, para pedirle un resultado favorable. Si el equipo ganaba, era gracias al poder del amuleto, si no, era porque él no había sabido pedirle con suficientes ganas o porque algún fanático del equipo contrario, tenía un talismán aún más milagroso.

Así pasaron los años, alternando alegrías y decepciones, entre gritos de gol y llantos de tristeza, hasta el día de su muerte.

La tarde del 12 de julio de 2009, Gimnasia tuvo que enfrentar un partido decisivo contra Atlético de Rafaela, en el que estaba en juego su permanencia en la categoría. Debía convertir tres goles más que su rival para poder mantenerse en Primera División del fútbol argentino y necesitaba, para ello, una importante dosis de suerte. En el partido de ida de la Promoción, el Lobo platense había perdido por esa diferencia de goles y, para revertir la historia, se requería al menos un milagro, como esos que Remigio acostumbraba pedirle al amuleto.

El escenario del Bosque platense se presentaba ideal para una tarde de festejos y gloria. Desde las tribunas, los distintos atuendos y banderas teñían de azul y blanco las imágenes que el país entero seguía por televisión. Los bombos y las trompetas de la “22” (como se conoce a la gloriosa hinchada de Gimnasia) conformaban la banda de sonido de la película taquillera de la tarde, protagonizada por once guerreros en pantalones cortos, que salían a la batalla en busca de la gran hazaña.

A medida que pasaban los minutos, la difícil misión parecía convertirse en imposible. Los goles de Gimnasia tardaban en llegar y la aventura se volvía cada vez más complicada. “Esta tarde, cueste lo que cueste, tenemos que ganar”, sonaba, desde los cuatro costados del templo tripero, el canto desaforado de la hinchada local, que no pensaba abandonar la lucha antes del final.

Lamenté que Remigio no estuviera ahí, para besar la medalla que produjera el milagro. “¡Dale Nono, danos una mano!”, le supliqué, mirando el pedazo de cielo que asomaba entre las dos columnas de iluminación del Estadio.

Un rayo de luz solar iluminó de golpe la tarde gris y el flaco Diego Alonso metió el primero. ¡Gol de Gimnasia! El festejo fue moderado, pero lleno de esperanza. Todavía faltaba convertir dos goles más, y sólo restaban diez minutos del tiempo reglamentario. Pero el aliento desmedido e incondicional de la gente de Gimnasia, junto con la garra y el enorme temple de sus jugadores tuvieron, finalmente, su merecida recompensa. El petiso Franco Niell sacó un cabezazo de su mágica galera y metió el 2 a 0 sobre la hora. ¡Vamos Lobo, que se puede!

Ya en tiempo suplementario, cuando el cruel descenso parecía ser una dura realidad inevitable, el petiso pegó un salto heroico en palomita y su bendita cabeza acarició nuevamente la pelota, para hacerla cruzar la línea de gol del equipo contrario por tercera vez.

El Estadio vibró de incontenible alegría, envuelto en un grito de gol interminable y para el infarto. Por debajo de mi gorro azul y blanco, con la mirada nublada por las lágrimas, me pareció ver a Remigio sonriendo a un costado de la cancha, con la radio portátil en la oreja, besando la medallita.


Martín Gardella. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.-

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