sábado, 20 de febrero de 2010

Crónica de un milagro

Dolor. Tristeza. Angustia. Impotencia. Elijo estos adjetivos y quedan chicos. Nunca antes, en mis 20 años de vida, había experimentado lo que sentí durante esos agonizantes días del mes de julio. Y no se crea que fueron muchos, no. Fueron apenas tres, casi cuatro, pero bastaron para empaparme íntegramente de esos sentimientos. Por ello, bien paso a explicar qué fue lo que oportunamente ocurrió para que logre comprender el por qué de mi delgado estado de ánimo.
En parte, la mañana había comenzado como todas, y digo eso ya que a cursar mis estudios no había concurrido por estar en medio de las ansiadas vacaciones de invierno. Sin embargo, es cierto, que la relajación típica de aquella etapa del año se había ausentado porque poseía una mezcla de pena y culpa, o viceversa, por no haber podido estar presente en la vecina provincia donde se decidiría parte del destino inmediato de la institución. Miles de fieles se habían agolpado en las afueras del antiguo Estadio, siendo sólo unos pocos los afortunados que pudieron obtener los papeles rectangulares, esos que garantizaban el acceso al predio, por lo que las entradas se agotaron en cuestión de minutos, ni bien se oficializó la comercialización. A pesar de ello, muchos aseguraron, unos días después, que la parcialidad visitante igualmente había viajado doblegando la capacidad ya dispuesta por la entidad santafecina, no para asombro de propios pero sí de extraños, lo que había obligado al Atlético a aumentar los lugares disponibles.
El club más antiguo del continente jugaba a las tres de la tarde por lo que, “con el último bocado”, como se suele decir, me encaminé a la vivienda de mi mejor amigo, con el que compartía aquella inexplicable pasión. Poco a poco el comedor se fue poblando de más apóstoles, quienes nos congregamos alrededor de la mesa para observar la transmisión del encuentro. Salieron los equipos al campo de juego y, como siempre sucede desde junio de 1887, había una tribuna colmada por gente “distinta”, magnífica, insuperable. Porque, aunque parezca una exageración, así era ese pueblo, así somos y así moriremos. ¿Qué voy a decir de la única hinchada de la ciudad que ya no se haya visto o que aún no se sepa? Nada, mi querido lector, absolutamente nada. Creo que el acontecimiento del terremoto, el día propio y las miles de leyendas que forjaron los partidarios de mi divisa son de público conocimiento, y si no, en este momento no vienen al caso ya que merecen su propia biografía.
El camino de regreso a casa tuvo un poco de desazón seguido de un humor indescriptible, más bien raro. Preferí caminar, ya había tenido suficiente encierro en donde se había concentrado la angustia en su punto más alto, por lo que un poco de aire nuevo creí que ayudaría a recobrar mis fuerzas. La cara de mi compañera de viaje lo decía todo, como imagino también lo expresaba la mía, a pesar que no tuviera un espejo a mano para comprobarlo. Probábamos reír y no podíamos, queríamos llorar y misteriosamente tampoco salía, intentábamos cambiar de tema pero un invisible círculo vicioso nos devolvía al mismo lugar. Las tres aterradoras estacas ya habían sido clavadas en el corazón de todos los devotos, los que estaban allí y los que por desgracia, como yo, se habían quedado en la urbe.
Silencio, desilusión, tormento, fueron las primeras emociones que me abrazaron y que ahogaban casi toda la localidad platense. Nadie podía creer lo que había sucedido porque nadie imaginó que realmente podía suceder, mucho menos tratándose de futbolistas que poseían la particularidad de ser partidarios de los colores debido a que la mayoría se había formado en las divisiones inferiores del club, por lo que nadie discutía los sinceros compromisos que moralmente habían estrechado. Sí, habíamos perdido, y no voy a hablar de injusticias porque, vaya paradoja, habíamos tenido suerte, el resultado podía haber sido todavía más abultado; mi equipo no tuvo una buena jornada, no comprendió cómo había que jugar ese día contra ese rival y salió derrotado. Simple. Pero también escalofriante. El contrincante supo cómo sacar ventaja de aquel terreno tan chico y complicado, nosotros no. El equipo albiazul se equivocó en determinadas jugadas, por no decir clave, y las terminó pagando caro, no hay mucho más que eso. Con el detalle de que, teniendo en cuenta ese marcador, apenas unos días después, se decidiría la permanencia o no del plantel en la Primera División del Fútbol Argentino. Eso era lo alarmante, y por ello la ciudad se encontraba así, dando la sensación de estar deshabitada.
Pero como nunca faltan los inapropiados, en esa instancia no hubo excepción a la regla: feliz, radiante, con esa soberbia típica de los que sólo disfrutan con la desgracia ajena y se esconden ante el triunfo o la alegría del adversario, apareció un hombrecillo rojo y blanco. Sí, adivino lo que está pensando, ¿acaso es que salió cuando el encuentro había finalizado? Exacto y para gozar a costa nuestra. Claro que, con la picardía genética que posee mi divisa, nunca llegan a su objetivo, nunca. Mi amiga y yo cruzamos miradas y, al unísono, comenzamos a entonar los cánticos típicos del tablón, aquellos que siempre sirven para arengar al equipo y empujarlo a la gloria del mismo modo que, en aquel trance, intentábamos arrojar al abismo al estupefacto individuo. Las gargantas enronquecían, se volvían rojas, nuestros cuerpo saltaban en el aire como si estuviéramos en el cemento del Bosque, el grito de la pasión era alborotado, hasta escandaloso si se quiere, y, mientras lentamente el ritmo de la metrópoli volvía a su normal funcionamiento, el gentío de la zona sonreía ante tal muestra de afecto; cualquiera que no supiera el resultado podría haber pensado que habíamos ganado, y por una abultada diferencia. No obstante, la incomprensión, eternamente propia de ellos, que nunca saben cómo actuar ante un mal resultado, se manifestó una vez más tal cual sucede en los clásicos; esos rostros atónitos, mezcla de envidia y amargura, de saber que en algunos aspectos pueden llegar a ser superiores pero sabiendo que la naturaleza nos dotó de características que no se adquieren con fortunas o campeonatos, no son materiales, sino todo lo contrario. Y la fuerza sobrehumana que entendí perdida se manifestó una vez más, desde lo más profundo de mi ser hacia el exterior, creyendo que aún se podía, que todavía quedaban esperanzas, que no todo estaba perdido. Es cierto, restaban por jugarse 90 minutos, nada más pero tampoco nada menos; una infinidad de tiempo para algunos, y muy poco para otros.
Los días fueron pasando y había que aguardar hasta el domingo pero no sé si realmente quería que llegara ese día o que, por el contrario, el reloj se detuviera. Esa dicotomía se manifestaba constantemente como si me trasladara unos años atrás y fuera de nuevo la pequeña que no sabía con cuáles golosinas del kiosco quedarse. La noche del sábado fue interminable, no había ánimos de salida con amigos ni nada que se le pareciera, por lo que la estadía en mi morada pensé sería el plan perfecto. Me dispuse a incorporar conocimientos para engañar a mi mente pero no resultó, intenté con la ingesta de alimentos y obtuve una respuesta negativa del cuerpo, encendí la televisión mas nada me entretenía, así que consideré que ingresar en la comodidad del lecho sería la mejor opción, por lo que así lo hice.
Y como la realidad supera a la ficción, y las agujas pendulares jamás frenaron, el día llegó, conjuntamente con un radiante sol que le dio la bienvenida. Luego de escuchar el penetrante y odioso sonido del despertador, y de ser partícipe de una noche en la cual las pesadillas ocuparon su mayor parte, me dispuse a levantarme al tiempo que una intolerable mochila se acomodaba sobre mis hombros. Intuyo que presagiaba lo que sabía iba a ser una jornada larga, cargada de emociones y sentimientos, como no sentía hacía mucho tiempo. E imagino que a todos de algún modo nos pasó lo mismo porque, a pesar de que la revancha comenzaba dos horas después del mediodía, a media mañana ya empezaba a ser invadido el mágico escenario. Nadie quería dejar de apoyar al Decano de América en un momento tan decisivo porque había hecho los méritos suficientes en una campaña más que respetable, venciendo con jerarquía a sus competidores cuando tenía que hacerlo y levantándose con la dignidad y entereza de los grandes cuando le tocaba fracasar.
La caminata por el tradicional sendero del Bosque no fue idéntica a la de siempre. Sí, geográficamente estaba todo igual, en ese sentido nada había cambiado, pero era mi estado de ánimo el que no era el mismo, y lo que antes había sido rosa ahora parecía oscuro, totalmente negro. El ambiente brindaba el olor de los eucaliptos típicamente originales de La Plata que se entremezclaba con el cálido sol desde un plano vertical a mi cabellera. Y no puedo olvidarme de los manjares de los puestos callejeros, que colaboran siempre con el olfato de los transeúntes, ayudando a crear esa atmósfera futbolista dominguera. Pero nada de ello, sin embargo, se manifestaba como lo hacía otras veces, había algo distinto, algo cambiaría aquella tarde invernal, de algún modo y para siempre.
Y tal cual sucede en los momentos adversos, no faltaba nadie allí, de verdad estábamos todos: los mortales y los de la “tercera bandeja”, los que no se perdían un solo partido y los que ocasionalmente podían concurrir, los mejor posicionados (los menos) y los humildes, mujeres y hombres, familias y concubinos, adultos y menores; en fin, todos. Era emocionante ver esa muchedumbre de fieles allí reunida luchando en pos de un único objetivo, la salvación, a pesar de tener todo en contra, como ya era costumbre. Era conmovedora la nueva muestra de incondicional apoyo hacia esos once gladiadores que podían condenarnos, en cuestión de minutos, tanto al abismo como al goce infinito.
La salida del equipo al campo de juego fue...cómo explicarlo. Hay veces en que una sola palabra no es suficiente para reflejar un instante; quizás sería mejor transcribir un conjunto de ellas o que una filmación se encargue de demostrarlo por sí solo y aún así, no creo que se llegue al objetivo sin, por lo menos, haber presenciado el momento. Mejor recurro a diversos términos a ver si logro ser lo más gráfica posible, si lo puedo trasladar mentalmente hasta ese lugar: encanto, alegría, banderas que flameaban, globos, papeles, humo, pirotecnia, camisetas viejas, camisetas nuevas, gritos, cánticos, risas, alambrados que temblaban, manos entrelazadas, mucho azul, mucho blanco, oraciones, promesas, súplicas, ilustraciones religiosas, arenga, miradas al cielo, lágrimas en los ojos, llantos, corazones galopantes, sonrisas, manos en alto, aplausos, aliento, fe. Y me quedo con esta última expresión porque creo fue el gran motor que desembocó en todo lo que sucedió después, quizás sin él hoy no estaría sentada escribiendo y estas hojas no serían más que blancos papeles.
Como se era de esperar, el inicio transcurrió sin ton ni son. El primer tiempo no ofreció demasiados sobresaltos para ninguna de las cabeceras por lo que en el entretiempo, las lágrimas que en un principio eran producto de la emoción pasaron a ser de congoja y decepción. Nada hacía indicar que la parte complementaria fuera a ser mejor que la que ya se había ido porque el local poseía la presión propia que ostentan aquellas instancias y porque, como se imaginaba, no iba a demostrar mucho más, y el visitante jugaba con la desesperación del contrario, sabiendo que si conservaba el marcador en cero se llevaba en la valija el ascenso a la división más alta. Pelotazos al área sin peligro, goles que no fueron, centros pasados, y mucha consternación en el aire, creo que hubo mucho más de eso que un buen nivel de juego.
Corría el minuto veintisiete y la historia, que ancestralmente nos fue hostil, esta vez torció la pluma de quien escribe el destino. Los que parecían estaban penados al peor de los castigos (y digo peor porque no se lo merecían en absoluto) empezaron a creer que no todo estaba perdido, que con esfuerzo y actitud se alcanzaría. “¡Goooool!”, bajó desde casi todas las tribunas, a excepción de la pequeña ochava que da su espalda a la avenida 60. El grito de “vamos, vamos, vamos que se puede” empezó a desparramarse lentamente por todo el escenario, tanto dentro como afuera de la cancha, y el prominente jugador que había ejecutado el tanto movió afanosamente sus puños en señal de aprobación al tiempo que besó la sagrada insignia que portaba la camiseta. Sin embargo, los segundos que se sucedieron pasaron sin más sobresaltos futbolísticos que algún que otro cabezazo que terminaba fuera o con pelotas mal jugadas, como suelen decir los profesionales del deporte. Y en cuanto a la conducta, no puedo olvidarme el detalle, nada menor, de las expulsiones que dejaron el saldo de nueve contra once en el campo de batalla. Es por ello que la ilusión, que se había encendido con fundamentada timidez unos instantes atrás, pareció estar sentenciada a apagarse definitivamente.
Pero como en toda narración hasta el final no está dicha la última palabra, apareció la cabeza del diminuto héroe de la tarde. Centro que va al área para que magistralmente fuera embocado al fondo de la red. ¿Capricho del destino?, puede ser, mas el marcador estaba a sólo un paso de la gloria y conquistarla era el único camino posible. La histeria de la convocatoria ahora era generalizada, ya no por la entrega de los protagonistas sino por el tiempo que restaba jugarse, el cual no hace falta decir era insuficiente, y la visita, quien ya creía saborear la subida a la máxima categoría transformó su rostro en expresiones estupefactas. Cánticos ensordecedores se desprendieron de las lugareñas populares y plateas, tratando de incitar a la ansiada victoria la cual, a pesar de ya estar instalada, necesitaba de la llegada de una unidad más para ser completa. El nerviosismo que se extendía, proclamas de ansiedad y el cronómetro que parecía iba más rápido que de costumbre pero la esperanza (lo último que se pierde, mucho más en esas ocasiones) intuyo que fue lo más fuerte, el ideal sendero que eligió aquel sufrido pueblo, cansado de remar contra todo y contra todos, a despecho de vientos y mareas.
Y, así, sobrevino lo que parecía imposible. Otro centro desde la izquierda, esta vez sacado de las “Cuevas“, y el esférico, que en otro momento quizás hubiera quedado besando el alambrado, esta vez eligió golpear en la cien del hombre-figura para terminar moviendo la misma red por tercera vez consecutiva, de una manera insolente, notable, altiva. Y el rival, quien ahora se enredaba en su propia consternación, caía abatido con el mismo marcador que lo había llevado a tocar el cielo con las manos. Creo que el grito salido de cada cuerda bocal de los allí presentes más bien fue un aullido que logró percibirse en toda la ciudad, para regocijo de algunos y para envidia de otros. No fue una simple expresión de júbilo, fueron voces que descargaban muchas emociones contenidas hacía más de un año, que ya no podían reprimirse más, que no lograban encontrar cabida en esas apasionadas personas quienes, psicológicamente, se encontraban hechas añicos; los efectos del estrés cómodamente acumulados en sus cuerpos formaban parte de sus órganos y huesos, casi en cohabitación con ellos.
Y vuelvo a lo mismo de antes: intentar describir en una sola palabra lo que sucedió es caer nuevamente en falacias, prácticamente imposible. Aquel gol no fue sólo eso, es decir, un gol y nada más, significó quebrar con estadísticas por demás desfavorables y con historias que invariablemente culminaban en un mismo final, trágico, que se repetía una y otra vez. Por eso se entendieron los llantos de grandes y de chicos, de jugadores y fanáticos, de famosos y anónimos, los abrazos interminables, afectuosos, entre personas desconocidas, las sonrisas por doquier en cada rincón que se mirara, la locura desatada entre los hinchas, las banderas que se movían al compás del viento, las casacas revoleadas por los fervientes mens sana, las bocinas de los conductores automotrices, la ciudad que pareció haberse encendido repentinamente, todo, se comprende todo. De repente una virtual varita hizo el hechizo correspondiente y transformó el sombrío futuro en un presente magnífico, que se brindaba de una esplendorosa manera. Hazaña decían algunos, milagro los más creyentes, epopeya los más osados, proeza fue para otros. Y creo que una combinación extraña de todo ello tuvo este mítico día. El 12 de julio se entremezcló el malestar y el sufrimiento junto con la imposibilidad de los desprotegidos pero también las ganas, el corazón, la convicción, la entrega, el amor propio y la extraordinaria fe de quienes jamás pierden las ilusiones porque soñar es una de sus pocas armas, la única motivación que los mantiene vivos. Allende los diversos pronósticos que se ofrecían, este grupo de luchadores decidió escribir un desenlace distinto a los que tradicionalmente terminan trazando los que no se animan a más, a imaginar que con actitud, coraje y pasión siempre se puede; incrédulos habitantes de un mundo que no comprenden que lo imposible muchas veces está más al alcance de la mano de lo que se creía, y no se aventuran a transformar la fantasía en realidad.
Sin lugar a dudas, fue un acontecimiento que se recordará por días, meses, años, y hasta quizás siglos, y quedará plasmado en anécdotas tanto nuestras como de crónicas de las Promociones. No fue un hecho aislado, para nada, más bien lo describiría como una consecuencia lógica de todo el esfuerzo realizado por este cuerpo de profesionales totalmente comprometidos con nuestra enseña. Un suceso digno de ser rememorado por todas las generaciones venideras, que contribuirá en el crecimiento de lo deportivo y lo institucional y será el punto de partida hacia el logro de objetivos algo más ambiciosos, recuperando el lugar en los primeros puestos, tal cual la historia le demanda.
Gente distinta, un pueblo diferente, una tribu sin igual, el último mito viviente. Elija y póngale el broche de oro al relato con el calificativo que más le guste, porque cualquiera de ellos puede encajar, mas tenga una certeza: no habrá raza que logre igualarnos, hereditariamente somos incomparables, no sé si es un defecto o una virtud de la que nos dotó la vida pero así existimos, es la esencia que nos motiva y reaviva día a día, contrastando con el universo material contemporáneo. Privilegiamos el ser antes que el tener, lo emotivo antes que lo material, los colores por sobre la idolatría personal, la muchedumbre y el bullicio antes que el orden establecido. Esto es lo que me enseñaron desde mis primeros meses de vida y así lo comprendí una vez que tuve capacidad de raciocinio en mis actos cotidianos. Esto es lo que conlleva ser parte integrante de esta estirpe, ser habitante de este cosmos tan particular lleno de personajes y leyendas, de esta gran familia. Esto es lo que somos. Esto es Gimnasia.

Agustina Stazzone. La PLata.-

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