martes, 9 de febrero de 2010

La Gripe, Los Espartanos y el Bosque Encantado

Venía tomando los recaudos necesarios para no contagiarme gripe, ya que el lugar donde trabajo hacía factible que eso sucediera. Alcohol en gel, subir y bajar por escaleras y todo lo que indican los manuales que hay que hacer por prevención.
Ese 24 de Junio estando solo en casa y recién llegado del trabajo, comencé a sentirme mal. El termómetro implacable marcó 38,9. Me lo quitaba, bajaba la marca y volvía a medir la temperatura esperando un error que nunca existió.
Lo primero que me vino a la mente era que no podría ir a la cancha.
Sabía donde me había contagiado; no había sido en mi trabajo, ni en casa o en la calle. Había sido en cancha de Boca, el día del padre. Exactamente 72 horas atrás.
De todas las recomendaciones para no contraer gripe, la única que no respeté fue evitar la concurrencia a espectáculos públicos.
Fiebre, mas fiebre, un día, dos, tres…
No pude ir a ver a Gimnasia contra los jujeños, - único partido que falté al bosque y en consecuencia, uno de los días más tristes de mi vida –
Sólo. Toda mi familia en la cancha. Encendí la radio y sólo recuerdo haber estado tan nervioso el día que Lobos picó el penal contra Quilmes y ganamos un partido para el infarto en inferioridad numérica.
Esperaba mejorar para estar en el primer partido por la promoción. Por primera vez en mi vida cumplía al pie de la letra las indicaciones de un médico.
Imposible. Mareos, debilidad, no podía viajar, prohibido por el doctor.
Y decía una y mil veces: - Esto no me puede estar pasando, no es justo, no ahora, no en este momento.
Ese día, me senté delante del televisor preparado para ver a un Gimnasia arrollador, un equipo duro que iba a ahogar al rival en cualquier lugar de la cancha. Sentía que Gimnasia iba a ser la explosión de nuestra ansiedad acumulada durante un año.
Después del primer gol; las puteadas de rigor. Esperé y esperé por el empate.
Ni el 2 a 0 pudo con mis esperanzas, yo creía, estaba convencido que si Gimnasia hacía un gol, daba vuelta el partido. No tenía dudas. En realidad, lo que no tenía, era idea de lo que venía.
3 – 0… Nunca imaginé que mi casa fuera capaz de albergar tanto silencio en un instante. Podía escucharlo.
Cuando me di cuenta que lo que estaba viendo era real, dije a quienes estaban conmigo: - Acabamos de irnos a la B.
No podía insultar, no podía llorar, no podía hacer nada, sólo caminaba por el comedor sin emitir sonido. Y pensé para mí: - Arrastramos una maldición.
Mensajes, llamadas de amigos – algunos hinchas de otro club -, intentando animarme, no les hacía falta verme para saber que estaba destrozado.
Por la noche me llama un amigo y me dice con la decepción pintada en las palabras: - Pelado… nos fuimos a la B.
Y ahí… En ese momento. Cuando lo escuché de boca de otro, reaccioné. Fue un cachetazo, me molestó, me irritó terriblemente y respondí muy caliente: - Vamos a hacer 4. Y se van a querer matar todos.
Obviamente desde la noche del partido de ida prácticamente no dormí.
Recordaba que hacía unos meses había soñado que el Tornado, hacía un golazo de media vuelta y la cancha se venía abajo, no sabía quien era el rival, ni cuanto faltaba, ni siquiera como iba el partido, pero recuerdo que en mi sueño podía ver gente llorando. Mucha…
Nunca supe por qué relacionaba ese gol a un mail que había recibido tiempo atrás, antes del primer partido del campeonato, cuando aun el D.T. era el Topo.
Era uno de esos mails que uno no suele responder y que consisten en una serie de preguntas infantiles tan detestables como irrelevantes.
No recuerdo ninguna con certeza, excepto la última, que decía: ¿Qué sueño deseas que se te cumpla?, a la que respondí: “abrazarme el último partido del campeonato llorando de felicidad con mis hijos, en la cabecera del bosque.” Era obvio que por mi cabeza jamás había cruzado la idea de jugar por la promoción.
La noche del 10 de Julio, busqué ese mail, volví a leerlo y al terminar, comencé a escribir otro que enviaría luego a algunos triperos y que decía textualmente:

No fue un buen año este, a pesar de que aún no ha llegado a la mitad.
No soy de pedir cosas ni a Dios, ni a los Ángeles, ni a Buda ni a nadie.
Tenía un sueño, un solo sueño este año.
Que era que el último partido de Gimnasia me encontrara abrazado a mis hijos llorando de emoción por habernos salvado del descenso.
Y podría decir que este sueño no se va a cumplir...
Pero prefiero decir que estoy a un paso de que se cumpla...
Prefiero pensar que el domingo se va a cumplir, que estamos a nada...
Tan solo a 3 goles de que se cumpla.
Estoy encerrado desde el 24/6 enfermo de gripe o los pulmones o que se yo de que...
Pero el domingo voy a estar allí, como corresponde.
Pase lo que pase, a pesar de los Dres. A pesar de todo.
Como le digo a mis hijos: Si me tengo que morir... ¿Qué mejor lugar podría elegir que la tribuna del Bosque?

Por eso amigos triperos...

DETENERSE A PENSAR QUE ALGO ES IMPOSIBLE, SOLO ES MALGASTAR EL TIEMPO QUE NECESITAMOS PARA TRATAR DE HACERLO POSIBLE.
Gustavo
El domingo me encontró mal.
Pagaba el precio de tantos días sin dormir convenientemente.
Lautaro, mi hijo, había comprado los bonos, toma el suyo y me da el resto.
Los reparto; uno para mi, uno para Mónica, mi esposa, otro para Lucia, mi hija.
Los entregué sin mirarlos, sin detener un instante la vista en ellos, simplemente se los di, como repartiendo las cartas de una mano decisiva, una mano de todo o nada, esa mano en la que te jugás tu casa, tu auto, tu futuro.
Guardé el mío junto al encendedor, solo para recordarme ocultarlo y que no me lo saquen – otra vez mas - en el control policial.
No había mas tiempo para nada. Fui al dormitorio y me calcé mi traje de guerra, esa Hummel de mil batallas, que solo sale en las difíciles, esa que tenía las firmas que hoy ya no se ven, aunque yo sienta que siguen estando allí.
Dije en voz alta, como si solo yo fuera a escucharlo: - Un gol antes de los 20 y lo damos vuelta.
Entro al estadio. Al llegar al punto de control, estiro mi brazo para entregar el bono y alcanzo a ver los dos últimos números: “22”. Me quedé sin palabras. Ni siquiera atiné a decirle al empleado que me dejara la parte del número y retuviera la otra.
Demasiado tarde… Evité comentarlo a mi familia.
En la tribuna del bosque, me esperaban mis otros hijos, “los mellis”, Demian y Emanuel, como en cada partido, como hace años. Nos separamos sin existir premeditación alguna para ello. Mi señora y mi hija por un lado, Lautaro por otro y los mellis y yo en en lugar de siempre.
El bosque encantado. Todo azul, todo blanco, no hay palabras para describir lo que es el pueblo de Gimnasia, si las hubiera, seguramente Gimnasia no sería lo que es, porque las palabras solo sirven para explicar lo que puede entenderse.
En la tribuna, todo era tensión. Se palpaba, era tangible, si hasta por momentos parecía hacerse visible.
Y comienza el partido…
La gente cantaba, gritaba, maldecía. Yo miraba el juego y todo lo que ocurría alrededor como si fuera la primera vez que iba a un estadio.
Trabamos, empujamos y hasta pateamos al que estaba en el escalón inferior, como si pudiéramos hacer realidad en la cancha nuestras piruetas en la tribuna.
Final del primer tiempo. Enciendo un cigarrillo y al bajar la vista, veo a uno de mis hijos sentado, devastado. Entonces, me arrodillo a su lado y le digo: - Loco, arriba, que faltan 3 goles, estamos nada mas a 3 goles, vamos, tenéle fe.
Arranca el segundo tiempo. No podía despegar de mi mente la imagen de mi hijo.
Había visto como nunca antes, como se materializaba la tristeza profunda en los ojos de alguien. Entonces, sin pensarlo empecé a decir: - Vamos Lobo que lo damos vuelta, un gol antes de los 15 y lo ganamos.
Pero pasaron los 15, y no había gol.
- Vamos que metemos un gol antes de los 20 y los aplastamos, estos tipos no dan más y tienen miedo.
Pero tampoco apareció el gol a los 20. El murmullo de la gente era permanente.
De ahí en más se desató una cuestión personal entre mis dichos y el gol que no llegaba, hasta que apareció el Tornado.
No fue el gol de mi sueño, pero el marco se parecía bastante.
Pasaban los minutos y Gimnasia iba, iba e iba, armado, desarmado, con ideas, sin ellas, firme en el fondo o expuesto al contragolpe, expuesto a la estocada mortal que decidiría nuestra suerte. Pero estábamos dispuestos a morir de ese modo si era necesario. Morir de pie, con la frente alta, mirando a los ojos. A lo tripero.
El único modo que conocemos de morir.
La historia de los espartanos rebotaba interminablemente dentro de mi cabeza. Esos 300 espartanos que hacen que uno mire la película una, dos, cien veces, con la esperanza que en alguna pasada la historia sea otra, que tanto valor se vea recompensado y puedan aunque sea solo una vez ganar esa batalla.
No grité el gol. No me salió la voz. Sentía mi corazón a punto de salir expelido y encendí otro cigarrillo, calculo que sería a esa altura el número treinta y mi cuerpo acusaba recibo, es que mientras estuve “guardado” por la gripe solo fumaba 5 ó 6. Con la segunda expulsión escuché en varias oportunidades, a algunos que con un dejo de frustración decían: - Ya está, ya fue…
Y yo seguía insistiendo, ya en una actitud que viajaba entre el fanatismo y la enfermedad: - ¡Vamos que lo damos vuelta! ¡Vamos Lobo carajo!
Corría el reloj – es curioso como en situaciones apremiantes, tenemos la horrible sensación que las agujas duplican su velocidad como corriendo entre ellas una carrera en la que el premio a la ganadora es nuestra desesperación - ¿Yo? Continuaba gritando que íbamos a ganar.
Pisando los 35 minutos, ya la gente había empezado a mirarme con cara de pocos amigos y con serias intenciones de decirme: - ¿Por qué no te callás la boca salame, por qué no dejás de decir pavadas?
Segundo gol. Este lo grité. Mucho… Un duende sacudió el bosque encantado.
Detrás mío, mi hijo dice en voz alta en una mezcla de furia y desolación y para quien quisiera escucharlo: - ¡La puta madre, 42 minutos!
Interpreté que lo que pensaba era, tanto esfuerzo y descendemos por un gol.
Entonces, me doy vuelta, lo miro y ocultando todo lo que pasaba en mi interior en ese momento le respondo: - Tenemos tiempo de sobra para hacer el que falta, van a agregar 6 ó 7 minutos, vamos a hacer el tercero.
Me dedicó una sonrisa, una sonrisa por contrato padre - hijo, pero sonrisa al fin.
De pronto… La nada.
No escuchaba, no veía, no sabía quien había hecho el gol y no me importaba. Volamos escalones abajo, ya no tenía voz, busco a mis hijos para abrazarlos y cuando los veo, me encuentro con dos hombres de veinticinco, llorando como chiquilines de ocho años, que es la edad aproximada que tenían cuando los vi llorar por última vez y me quebré.
Pero este llanto, era diferente. Esta vez la tristeza no era el puente que nos unía.
Nos abrazamos y a nuestras lágrimas no les importó que hubiera gente alrededor.
Tenía ganas de gritar el gol a todos los que dudaron, pero no a título de revancha, solo como queriendo decir: - ¡Acá estamos, esto somos nosotros, todo puede alcanzarse, solo hace falta quererlo y creerlo!
Tiro libre para Rafaela…
Abrí el libro con el que se enseña nuestra historia y éste, mostraba, en cualquier página que se buscara, que el tiro libre sería perfectamente ejecutado y colocado en un ángulo, bien lejos del arquero, seguí buscando con desesperación y mas abajo podía leerse, que en contraposición, éste sería mal ejecutado y al intentar despejar, la pelota rebotaría en la espalda de alguien y quedaría exactamente ahí, en ese único hueco del área, esperando un rival que la empuje a la red.
Durante la vuelta a casa la única pregunta sería: - ¿Por qué tanto?
Mi mente era un proyector infinito de imágenes del pasado, de fotos de noches de gritos ahogados, de lágrimas, de reproches, de juramentos nunca cumplidos de no volver más a la cancha.
Vi pasar el penal contra Temperley nuevamente por encima de mi cabeza como aquella noche. De un tirón arranqué las hojas del libro, las solté al designio del viento y me dije: - Hoy no… ¡Esta vez no !
Y el final…
Las lágrimas seguían rodando, todo el azul era inmensamente azul, todo el blanco inmaculadamente blanco.
El orgullo de pertenecer a este milagro pleno de magia que es Gimnasia, me había recompensado una vez mas. Me había hecho sentir digno, porque como siempre digo: - Uno no elige ser de Gimnasia. Es Gimnasia quien nos elige.
Y busca los dignos entre los dignos, busca a aquellos capaces de entregar su alma aun si esta fuera su única pertenencia.
Gimnasia es eso. Es lo que queremos ser. Somos la exacta síntesis de lo que significa poner la otra mejilla, hasta que el golpe se convierta en caricia.
Tiraba mi segundo paquete de cigarrillos negros y agradecía emocionado, ojos al cielo y en silencio a Chiquito Giorgi, – quién me contagió esta sana enfermedad -, de repente, mientras lo hacía, se me acerca entre la gente, un pibe, de unos veintipico años, me agarra del hombro y me dice: - Vos si que le tenías fe.
Solo pude sonreír, me era difícil hablar, seguía llorando sin parar, de felicidad, de amor, pero esa frase, justo en ese preciso instante, no creo que alguna vez pueda olvidarla. Me llenó de orgullo… En ese momento entendí el valor literal de la frase “aguantar hasta el final”, - que tantas veces había escrito en mi perfil de alguna red social, como si se tratara de una bandera que nunca nadie debía arriar -; comprendí de un trago el sentido único y propio del “no abandonar jamás”. Pase lo que pase.
Curiosamente, nunca había visto a ese pibe en la cancha. Y nunca volví a verlo después de aquel 12 de Julio. A pesar que hace años voy siempre al mismo lugar.
Fue tan conmocionante ese momento, que pensé: - Chiquito… Me escuchaste.
Tal vez en algún lugar que no llego a comprender, tal vez por algún extraño engranaje de los misteriosos mecanismos de la vida, Chiquito recibió mi mail.
Besó el 22 de la espalda de Franco y con su voz que atravesaba las paredes, le dijo: - Che… Andá a cumplirle el sueño a este, que lo conozco desde pibe.
Desde entonces pasaron muchos días y otras tantas noches, pero desde aquella tarde no volví a ver nunca más la película 300, la de los valientes espartanos.
Posiblemente no lo haya hecho porque ya conozco el final.
Los espartanos, cansados, hambrientos, castigados, heridos, alguna vez traicionados, superados en número, harán un último esfuerzo supremo.
Y esta vez…
Ganarán su batalla.-


Gustavo Daniel Bagnola. La Plata.-

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