domingo, 14 de febrero de 2010

Fila 3, Asiento 31

11 de julio de 2009, 22:00 hs, hospital.
-Vamos a ver cómo evoluciona y en unas horas le damos el alta… ¿Nombre del paciente?
-Raúl, Raúl Gordisi –respondí.
-¿Fecha de nacimiento?
-3 de febrero de 1923.
El doctor terminó de anotar los datos en la planilla de internación, dio media vuelta y se fue por el pasillo. Me acerqué hasta el banco donde estaba mamá, la vi preocupada y le propuse ir a casa a descansar, pero era imposible moverla, se iba a quedar con el abuelo a cuidarlo un rato más.
Tomé calle 61 y me fui a casa. En el camino no podía dejar de pensar en el viejo. Tantos años aguantando y justo ese día me venía a aflojar. Él, que me había llevado ver al Lobo de chico (tan chiquito que no me acuerdo cuando fue la primera vez), que conocía todas las canchas, que estuvo en todas, estuvo en el 2005, en el 95, en el 70, en el 62… pero que si le preguntabas, también había estado en el 33 y en el 29, ¿se iba a perder la última batalla del Lobo por quedarse en primera?
“Que casualidad que el corazón le venga a chiflar justo el día anterior”, pensé por algunos instantes. Entendí que las casualidades no existen. Lo del jueves había sido demasiado, todavía me costaba a mi recomponerme de semejante sacudón. Tanta ilusión, tanto luchar… un año entero remándola y en un rato, estos tipos que en su vida habían imaginado estar donde estaban, nos tiraron tres baldazos de agua helada. Si no le pegaba un bobazo en ésta, el viejo era de madera.
Llegué a casa, casi no comí. Me acosté, pero sueño no tenía. Me quedé mirando el techo pensando una y otra vez en lo que había pasado y, otras tantas en lo que podía pasar. No miré la hora jamás, pero en ese estado quedé un buen rato.
Me levanté tarde, cerca de las doce, salté de la cama y sin probar bocado salí hacia la cancha. Una vez en la vereda lo vi al abuelo acercarse, caminando como siempre, lento pero seguro. Parecía repuesto, había sido una falsa alarma. Cuando estuvo lo suficientemente cerca me saludó con una sonrisa y encaramos para el estadio.
Hicimos el camino de siempre, fuimos por la diagonal 113 en medio de los autos y la gente que iba a ver (acaso por última vez) al Lobo en primera. Una vez más cruzamos avenida 60, pasamos por atrás de la tribuna del bosque y doblamos frente al monumento. Era una tarde perfecta para otra fiesta en nuestra casa, día soleado, olor a choripán en el aire y una marea azul y blanca que como siempre (y al mismo tiempo más que nunca) se hacía presente.
Entramos por la puerta de socios, a Raúl ni le controlaron el carnet, qué le iban a controlar a él, si incluso se decía que tenía las llaves de la cancha. Siempre primero llegaba, durante décadas en el mismo lugar, fila 3 asiento 31, sin él en la platea el partido no era lo mismo.
Dimos una vuelta por los jardines. Tantas veces lo habíamos hecho antes, tantas más lo había hecho él solo, pero aún parecía maravillado. Parecía no querer perderse nada, disfrutó de cada centímetro del Juan C. Zerrillo, con su mirada recorrió cada baldosa, leyó cada plaqueta de la galería, se sentó en cada banco e incluso se sumergió en la olímpica. Había que verlo al viejo, estaba fascinado con la simpleza del bosque. Fuimos a la techada, era la hora de la verdad.
Podría extenderme al infinito relatando el partido, por cada jugador, por cada hincha, por cada jugada habría un libro por escribir. Pero eso es historia conocida, yo les voy a hablar de mi abuelo. Por momentos recordaba cómo estaba la noche anterior y temía por su salud; las cosas no se daban, el tiempo pasaba, la presión era asfixiante y el cuore del viejo no podía aguantar. No era justo que dijera “basta” justo ahí, no se podía ir viendo a su querido Lobo con un pie abajo.
Y aguantó nomás. Aguantó mejor que nadie, lo vi tan vital que podría asegurar que desde la platea lo empujó una y otra vez a Franquito para que pusiera los más certeros cabezazos que jamás se hayan visto. Dejó la vida desde su asiento, gritó, saltó, rió, lloró y me abrazó como nunca. En esos instantes de eterno festejo que vivimos le agradecí por haberme hecho tripero, por haberme llevado a la cancha desde chiquito y por haberse levantado de la cama del hospital para acompañarme una vez más a ver al Lobo.
Volví a casa lleno de alegría, pero más aún, estaba desbordado de paz por el deber cumplido. Crucé la puerta y entré directo al living, estaba mamá llorando. La abracé como lo abracé al abuelo en el tercer gol, fue entonces cuando me miró y me dijo:
-El abuelo se nos fue anoche.

El tiempo pasó y todavía no distingo si fue real o no. De algo estoy convencido, esa tarde del 12 de julio la butaca 31 de la fila 3 no estuvo vacía.


Isidro Guardarucci.La Plata.-

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