jueves, 25 de febrero de 2010

Que suerte que fue cierto

“El 3 a 0 final pareció sepultar las ilusiones de Gimnasia de mantener la categoría, ya que debe ganar por tres goles en La Plata, e hizo que el sueño de Rafaela de retornar a Primera, después de cinco años, comience a tomar forma”. Cosas como estas, me cansé de leer los días previos al 12 de Julio del 2009.

Estábamos golpeados, nadie lo podía creer. Teníamos un pie en el Nacional “B”, algo que los de mi generación jamás pensamos que nos iba a pasar.

El primer partido en Santa Fe ya era historia, ahora se venía la revancha en el Bosque, lo cual implicó una semana sin dormir. No era para menos, nos volvimos con un 0-3 en cada uno de los micros y autos que habían salido de La Plata.

Llegó el día, como olvidarlo, pero también doy gracias a Dios por haberlo vivido. Hicimos lo de siempre, no por cábala, sino porque sentíamos que estábamos librados a la suerte. ¡Igual ojo eh!, siempre con la fe intacta, ni este grupo ni nosotros, los hinchas, merecíamos un final diferente al que tuvo esta historia.

Escuché la bocina y un escalofrio me recorrió el cuerpo desde la cabeza a los dedos de los pies. Era la hora, basta de dar vueltas por toda la casa y de rezar innumerables oraciones. Me despedí de mi vieja como si me fuera de viaje, dejé que ella cerrara la puerta y me metí en el auto de mi viejo.

Pasamos por lo de Mariano, después por lo del Tonga y por último, levantamos a Juan y a la hermana. Desde 68 y 29 hasta el Bosque nadie abrió la boca. Lo único que se escuchaba era la radio de fondo, que créanme, ni siquiera sabíamos que decía.

A medida que nos acercábamos a 60 y 118, escenario de memorable hazaña de la que no sabíamos que íbamos a ser testigos, las primeras palabras empezaban a salir desde nuestro interior.

¡Cuánta gente que vino, y eso que todavía faltan dos horas!, mi viejo no lo podía creer. Después entendí porque. El vivió las malas en serio, cinco años y medio en la “B”, no quería que yo pase por lo mismo, ni siquiera un día.

Llegamos a la entrada, dimos nuestros bonos y nos metimos dentro de la cancha. Miraba a mí alrededor, y sentía en la mirada de cada uno de los triperos la misma sensación que tenía yo: se puede, todavía no hay nada dicho.

Desde ese momento hasta el pitazo de Javier Collado, no me acuerdo nada. Sólo la cara de mi viejo, que quería disimular la tremenda angustia que lo dominaba. Hablaba por teléfono, se sentaba, se paraba. Nunca lo había visto así.

Ubicados en la ochava que está a la derecha de la René Favaloro, estábamos yo, mi viejo arriba mío, Mariano a mi derecha, el Tonga a la izquierda, y Juan y la hermana abajo mío. Nos quedamos todo el partido así, digamos hasta los cuarenta y seis del segundo tiempo.

Los minutos pasaban proporcionalmente a los cigarrillos que me fumaba. La pelota no entraba, pero la gente seguía alentando; créanme no podía ni hablar, sentía la garganta cerrada y un retorcijón en la panza, que subía hasta el pecho y se convertía en dolor.

Creo que nunca en mi vida me agarré tantas veces la cabeza. Insultaba al cielo, mientras paradójicamente le rogaba a Dios que nos dé una manito. No se si me escuchó, pero de lo que estoy seguro, es que el empujoncito a Niell para que llegue a cabecear, se lo dio él.

Volvamos al sufrimiento, para la alegría ya va a haber tiempo. Ya eran las tres y media de la tarde de aquel domingo, que pintaba ser el peor de mi vida. Seguíamos 0 a 0 y parecía que el destino estaba escrito. En realidad siempre lo estuvo, pero el que lo diseñó decidió hacerlo con tinta azul y blanca, quizás con la misma con la que escribo esta historia.

Arrancaban los últimos cuarenta y cinco minutos de esperanza, luego de quince que verdaderamente parecieron una eternidad. Nuevo pitido del juez y a jugarse la vida.

Mientras el tiempo no se detenía, yo había dejado de ver el partido. Miraba hacia mis costados, arriba y abajo, y pensaba todo lo que esos corazones, bien azules y blancos, tenían ganas de hacer. Algunos estallar por la emoción contenida, otros pedir clemencia por el sufrimiento que estaban soportando, o quizás sólo acompañar a su dueño en ese momento difícil, aquél en el que no debía abandonarlo.

Justo cuando miré el celular para ver cuanto faltaba, llegó el primer gol. El Tornado Alonso se anticipó a Darío Capogrosso luego de un rebote dentro del área, y la mandó a guardar. Me di cuenta que íbamos ganando una a cero por el grito, aunque algo contenido, de la gente que estaba sufriendo como yo.

No iban veintisiete minutos, en realidad faltaban dieciocho. Es que lo vivíamos así, no mirábamos cuanto era el tiempo de juego, sino lo que quedaba.

¡Sigamos alentando que ahora estamos más cerca carajo! Esas palabras que escuché a lo lejos, me devolvieron la noción del partido que Alonso con su grito me había dado un tiempo atrás. Casi cuarenta minutos, había que hacer dos goles y los santafesinos estaban todos metidos atrás.

Tres minutos después de mi toma de conciencia, vi a lo lejos parado en puntas de pies porque le reja me tapaba, como Cuevas enganchaba sobre el costado derecho de la defensa Rafaelina y mandaba un centro pasado al segundo palo, como uno de los tantos que ejecutó dentro de la cancha. En esta ocasión, la pelota se cruzó con la pierna derecha de Niell, que con un salto espectacular en el aire, la empujó al fondo de la red.

Ese momento fue el peor de toda la tarde aunque no lo crean. No quedaba nada, y el tiempo se llevaba las esperanzas de todos en el Bosque. Las lágrimas empezaban a ser protagonistas de las caras de todos los triperos. Yo era una roca, todo iba por dentro, y hasta el día de hoy con estas líneas, no me lo había podido sacar de mi alma.

El cuarto arbitro, del cual verdaderamente no me acuerdo el nombre y no creo que tenga mucha importancia, levantaba el cartel electrónico que marcaba seis minutos de adición. Bueno que sea lo que tenga que hacer, pensaba por dentro. ¡Menos mal que fue!

Primer minuto de descuento, y la misma escena en la cancha me hacía pensar en que ya había vivido lo que estaba viendo. Otra vez Cuevas, pero esta vez enganchó para adentro. Mandó un centro para el mismo lugar y jugador, y que para alegría de todas las almas sufridas pero incondicionales del Lobo, tuvo el mismo desenlace.

Niell madrugó a todos por detrás, y con sus 1,62 metros de altura cabeceó cruzado al gol. Delirio total. Gente que se quedaba sin aire. Abuelos que con sus lágrimas de alegría borraban las de tristeza, y le agradecían a Dios por haberles dado tiempo para vivir una cosa así. Padres que les decían a sus hijos que lo malo ya había pasado.

Y yo, al instante del gol, me senté a llorar sin poder controlarme. No lo podía creer, si te lo cuentan no lo crees. No puede ser así, no podemos pasar por tanta adversidad, y una vez más demostrar que estamos más vivos que nunca.

Lo único que podía escuchar era a mi viejo diciendo “hijo no llores por favor, mira lo que es esto. Te dije que esta nos iba a salvar, nunca nos dejó solos. Dale un beso, dale un beso…”. Era la estampita de la Virgen de Luján, que mi papá llevaba siempre a todos lados.

Haber elegido contar este momento con palabras, no se si puede reflejar lo que ocurrió aquella tarde. Hay que vivirlo, estas cosas te hacen dar cuenta porque de Gimnasia se nace y no se hace.

Por momentos como estos, cada vez que voy a la cancha recuerdo aquel 12 de Julio. Desde ese día, cada tres meses me voy rapando la cabeza; promesas son promesas.

Para los hinchas de Gimnasia que lean esto y para los que no también, estoy contento y orgulloso de decir “que suerte que fue cierto”.


Fernando Pujol. La Plata.-

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