sábado, 20 de febrero de 2010

Dos caminos, un destino

El destierro fue muy duro para él. Las puertas laborales se le habían cerrado completamente. No pretendía un puesto importante de entrada. Había que hacerse desde abajo, pero casi estaba convencido de que tanto esfuerzo y tiempo invertido había sido en vano. Pero el destino, aún, tenía una carta por jugarle. Gracias a ese título, su título, el mismo por el que había luchado y sudado, se aseguraba un futuro promisorio no muy lejos de allí, aunque sí de todos sus afectos. Pero, muy especialmente, de uno en particular.

Había sufrido horrores. El principio de los ochenta fue como un estigma en su vida. La situación, no era para nada novedosa, aunque esa vez fue diferente. En cinco años, conoció localidades ignotas hasta entonces. Su padre, ya le había hablado de ello, aunque en sus tiempos, las excursiones, en su mayoría, no sobrepasaban los límites del conurbano bonaerense. A lo sumo, algún viaje perdido al mal llamado interior. Sin embargo, estaba convencido de que esta vez, si la historia volvía a repetirse, no sería como aquella. Ya no lo podría acompañar fuera de los límites de la ciudad, así el viaje sea hasta Quilmes. Algo iba a andar mal. Definitivamente mal.

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Fueron seis meses de angustia extrema. La distancia se hacía más larga que de costumbre. Y no solamente hablando de kilómetros. En ese entonces, el fútbol no era para todos, y había que rogar que cada partido sea uno de los cinco televisados por fecha, amén de que el viento no jugara una mala pasada e interfiera en la señal. Internet era otra salida, pero la transmisión se cortaba cada cinco minutos, tardaba otros tantos en retornar y, casi siempre, el delay en el audio estaba a la orden del día. Había que recurrir entonces a las páginas de los diarios, aunque su actualización dejaba mucho que desear. La angustia se multiplicaba en cantidades importantes.

Nunca gastó tanto en seguir una campaña. Ni siquiera en aquellas visitas al conurbano de hace tres décadas. Si hasta pidió dinero prestado a un compañero de trabajo para ir a Tucumán. Como deseo (y promesa) de fin de año, se había jurado estar ahí, en cada momento, junto a su compañero del alma, ese a quien siguió como fuese desde que tiene memoria. Juntó un importante kilometraje. En auto, en tren, en micro. Cualquier recurso era válido para estar cerca de ese amigo entrañable. Sólo faltaba la última excursión.

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Varias veces había transitado los mil cien kilómetros que lo separaban de su ciudad natal, pero esta vez el camino se hizo más corto que nunca. Aquél no había sido un buen día de la Independencia. Con impotencia, aguantó como pudo el pitazo final, hizo un silencio atroz, y sólo la aparición de su pequeño hijo después de una siesta, le dibujó en la cara una leve sonrisa. Aunque, por dentro, su corazón trazaba la mueca más amarga que recordara en años. Sin embargo, el pasaje ya estaba comprado y era demasiado tarde para devolverlo. Aunque tampoco se lo hubiera permitido. De cosas peores se había recuperado. Vio sacar fuerzas donde ya no quedaban, soportó la pérdida de puntos increíbles, arbitrajes cuestionados, nueve presentaciones sin cantar victoria. Pero algo lo dejaba tranquilo. Si se le habían marcado tres goles al campeón, ¿por qué esta vez la cosa iba a ser diferente? Ese fue el viaje más tranquilo que recuerde.

Ya conocía Santa Fe, pero no había podido estar allí la última y única vez que ese equipo de la ciudad con nombre de mujer estuvo en Primera. Partió, junto a dos amigos, en auto. Sólo se limitaron a seguir a la caravana, ya que ninguno sabía cómo llegar. Casi estaba convencido de que, desde aquella movilización a Rosario en el ’95, la ruta 9 no había vuelto a ver tamaña congregación azul y blanca. Salvando las distancias, claro. Llegaron cerca del mediodía, y ni bien terminaron de matear, se juntaron con el resto. Había banderas de distintas ciudades y provincias, tonadas diferentes. Todos juntos en pos de un objetivo. Pero tres puñales clavados en el corazón por un ignoto irrespetuoso, hicieron que el temor de estar junto a su querido amigo sólo cada quince días, lo acechara más que nunca. Durante el regreso, ninguno de los tres se dirigió la palabra, y la desazón los invadía. Tras las casi siete horas que demandó el viaje de vuelta, se escucharon cuatro únicas palabras en mucho tiempo. “Nos vemos el domingo”.

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Llegó cerca del mediodía a Retiro. Ya le habían avisado por mensaje de texto que no había más localidades. Eso iba a ser un hervidero. En frío, pensó que sería lo mejor. Si se daba lo que la gran mayoría pensaba, qué mejor que sufrirlo viéndolo por tele en casa, junto a quien fue el artífice de su destino. En la autopista, varios autos lo pasaron apurados, con banderas en el techo o haciendo sonar sus bocinas. Se bajó en 1 y 32 y se estrechó en un abrazo con su viejo. Fue uno de los más fuertes que recuerde. Hacía seis meses que no se veían, pero, íntimamente, en el fondo, ambos sabían del porqué de lo fornido del saludo. Comieron tranquilos, liviano, casi sin pensar en la hora y media que se les venía, a lo mejor, teniendo en cuenta que la digestión podría complicarse conforme vayan pasando los minutos.

Se levantó a las siete. Se bañó, afeitó y desayunó lo mismo de siempre. Diez minutos antes de las ocho, ya se hallaba en la puerta de la iglesia. No más de tres feligreses amenizaban la espera charlando sobre temas triviales para él. No pudo con su genio, y dijo el motivo por el cual estaba ahí, ese domingo en particular. Se sorprendió cuando le contestaron que, seguramente, no sería el único con esa intención que iba a aparecer por allí esa mañana. Es más, según se supo, el cura, tan o más fanático que él, culminó la misa del sábado orando por su querido club. “Ya si Dios no nos escucha”, dijo en voz alta. Y se largaron a reír. Cerca del mediodía partió. No dejó cábala sin hacer, incluso, la de comerse uno de esos chori que sólo se disfrutan en los puestitos de la cancha. Por primera vez, en mucho tiempo, se persignó al ingresar al Estadio, a lo mejor, influido por esa visita mañanera, pero más que nada, por el tipo que, delante de él, entró de rodillas orando.

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El primer tiempo había pasado sin pena ni gloria. Si bien todavía quedaba un período completo, lo visto en el inicial no pronosticaba buenos augurios. Después de todo, un gol cada quince minutos era factible. Pero el tiempo transcurría y la calma se transformaba en intranquilidad, y ésta daba paso a los primeros insultos. El primer grito no fue tal. Sólo un pequeño alarido y la sensación de que había llegado demasiado tarde. Con la desesperanza a flor de piel, y dos tarjetas rojas calando en lo más profundo, el segundo tanto llegó como un tibio bálsamo, aunque recordando viejos pero presentes momentos, daba la sensación que otra vez se iban a quedar ahí, en la puerta de la gloria. No tuvo tiempo de pensar mucho más, ya que a un par de petisos, agigantados en su orgullo, se les ocurrió calcar la jugada acaecida un par de minutos atrás y, de esa manera, provocar una explosión de gargantas que, dicen algunos, aún se escucha bajo la sombra de cada eucalipto del Bosque.

Vivió el partido más tenso en años. Donde sea que miraba, encontraba rostros similares al suyo, algunos más adustos, pero la procesión interna era la misma. En la mitad del segundo tiempo, varios ojos ya dejaban escapar alguna lágrima. Por más que se quería, no se podía, y daba la sensación que la cosa estaba juzgada. Con la apertura del marcador, apenas si se le escapó un alarido, más por el nudo que a esa altura tenía en la garganta que por un descreimiento cierto a reacción alguna. Una tonta expulsión cerca del final, casi terminó por derrumbar cualquier esperanza, pero, estoicamente, decidió quedarse. Sabía que, si la cosa terminaba como parecía, era su deber soportar de pie para despedir con un cerrado aplauso a aquellas almas que habían dejado todo durante un semestre, pero que, por un reglamento caprichoso, estaban a un paso de quedarse con las manos vacías. Entonces ocurrió. Aquel chiquitito que minutos antes había ingresado al campo de juego desde el banco de los suplentes, decidió burlarse de su estatura y, de cabeza, abrió nuevamente la puerta de la ilusión. Dos minutos después, el destino se mofó de la historia y otra vez el pequeñín, con la testa, hizo que la pelota bese por tercera vez la red. Ese mismo bajito, que por obra y gracia de vaya uno a saber quién llevaba el número 22 en la espalda, selló la permanencia definitiva.

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No hace falta preguntar ni aclarar cuál es el lugar de reunión obligado para este tipo de cosas. Mientras algunos, rauda y silenciosamente, volvían a sus casas, con sus cabezas gachas e innumerables velas que sólo Dios sabe dónde las habrán guardado, miles de almas azules y blancas comenzaban a poblar las calles. Camisetas, gorros, banderas, remeras... En sí, todo aquello que poseía esos colores, era bienvenido para la ocasión. A media hora de consumada la hazaña, ya no cabía un alfiler. En ese lapso, el desterrado recuperó viejas banderas y se embarcó junto a quien, treinta años atrás, no sólo le dio la vida sino un sentimiento de pertenencia que, desde hace dos años, él mismo se encargó de preservar dentro del linaje familiar. El fanático de toda la vida, tras quedar afónico tras el desahogo final, y casi al borde de la deshidratación de tanta lágrima derramada por la alegría, decidió imitar a quien entró delante suyo al Estadio. Así, arrodillado, recorrió la distancia hasta donde se encontraba el cónclave albiazul. Aunque en vez de implorar al cielo por una ayuda, él lo hizo agradeciendo a Dios porque, por fin, la justicia divina se inclinó de su lado.

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Hombres y mujeres, abuelos y nietos, vecinos de años, amigos del trabajo y compañeros de escuela. Todos se dieron cita esa tarde para festejar el logro consumado. Ninguno necesitó más que el placer personal de encontrarse con otro de su mismo bando, simplemente para dar rienda suelta a la alegría de ser tripero. Ese mismo sentimiento que, a veces, provoca encuentros casuales, como el mismo que selló el abrazo entre ese desterrado y ese fanático, unidos por el solo hecho de ser gimnasistas, y gritar, al unísono, más fuerte que nunca, ¡el Lobo es de Primera, carajo!

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Gabriel Fernando Serra. Catriel, Río Negro

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