martes, 9 de febrero de 2010

El día en que soñó despierto

El cielo se tiñó de tonalidades violáceas, mientras apreciaba la inconmensurable hermosura de un atardecer en su tan amado Bosque.

Las hojas bailaban con el viento de una forma extravagante, mientras él las apreciaba atónitamente. Al mismo tiempo, oía el resonar de miles de voces en las cercanías que se unían en una suerte de canción ritual.

Pero algo no era normal. No sabía si el color del cielo, ni el mover de los árboles. Tampoco si se trataba de aquel fragor que tan familiar le sonaba.

Simplemente despertó.

A fin de cuentas, no estaba en el Bosque, ni siquiera cerca de aquel sitio encantador. Amaneció en casa de su novia, lugar al que tanta locura había sabido llevar en incontables fines de semana.

Como era natural, al sentarse en la cama se sintió desorientado y angustiado, aunque esta vez más que de costumbre: como buscando algo o alguien que le explicara qué estaba ocurriendo y por qué dentro de él se hallaba tal mezcla de acongojantes sensaciones.

Se respondió a sí mismo: era la una del mediodía del día 12 de Julio del 2009.

Luego de entrar en sí y de notar que la casi tan esperada como temida fecha había llegado, se levantó como quien está más allá del bien y del mal. Como quien sabe que está a punto de ser fusilado, a pesar de que aún no comprende la magnitud del conflicto al que se enfrenta.

Por cuestiones de salud, más precisamente de nervios, decidió no asistir a aquel evento a desarrollarse ese día. Supuso que quedarse adentro y respirar aquel aire algo menos cargado de pasión y fervor lo ayudaría un poco a poder sobrellevar cualquier insostenible dolor de forma menos trágica, como bien lo había hecho días antes.

Bajó las escaleras y sintió aquella envolvente fragancia a domingo. Esencia que, desde aquel momento temió nunca más poder percibir en su total plenitud, luego de algunas horas.

Servida la mesa, un cuarto de hora después de despertar, su estómago estaba cerrado, como el de quien está locamente enamorado, así que sólo probó un bocado por cortesía hacia sus anfitriones y se metió dentro de sí mismo con esos absurdamente ansiosos deseos de llorar desesperadamente.

Un momento después y, buscando huir de su asfixiante anhelo de que el reloj se moviera más rápido que nunca, tomó el diario. Se sonrió a sí mismo, como si el destino estuviera burlándose de su dolor, al ver modificado el sistema de ascenso para los equipos de segunda división.

Pasado tanto sufrimiento y avidez, llegó la hora señalada.

Prendida la televisión sintió cómo por dentro de su cuerpo corrían innumerables sensaciones, las cuales de no haberlas contenido con lo poco que tenía, hubieran terminado en un enloquecido llanto al ver a aquellos hombres vestidos de azul y blanco pararse sobre el verde césped.

Todas las suposiciones de cómo debían salir las cosas estaban dadas.

“Hay que meter un gol antes de los veinte minutos”; “Tenemos que meter dos en el primer tiempo porque en el segundo se van a colgar del travesaño”; “Si aprovechamos las pelotas paradas, no vamos a tener problema”; “Allá perdimos por la cancha y por el árbitro: acá los comemos crudos al toque porque es un campo de fútbol de verdad”; “Nos cagaron tanto con el arbitraje allá que acá nos van a dar dos penales, seguramente.”

Pero ninguna de las hipótesis se dio.

El fuego que despedían las tribunas lucía abrasador y la desesperación, el dramatismo y la tensión que corrían por todo su ser se manifestaban tan sólo en su una y otra vez mordido labio inferior.

Los minutos corrían y a cada segundo, el temor de nunca volver a sentir el sol de un domingo de la misma forma se hacía más y más fuerte.

Apreciaba con una inconcebible mixtura de miedo y tranquilidad el espectáculo.

Observaba con la palma de su mano izquierda en el mentón y el dedo índice entre el labio superior y su nariz cómo aquel esférico elemento cruzaba una y otra vez sin destino la, más transitada que nunca, área grande visitante. Su mano derecha se entretenía con un atado de veinte Marlboro que no pasaba más de cinco minutos sin perder una unidad.

Tragando angustia, la primera parte se fue sin ningún tipo de suceso alentador y la esperanza que tenía al principio se redujo a muchísimo menos que la mitad.

Sin que él lo hubiera notado, todos lo habían dejado solo.

Conocedores de su esporádico estado de ánimo, sus acompañantes buscaban preservar la muy buena relación, abandonándolo a su suerte y tranquilidad. Un poco por cuestiones anímicas y otro poco por cábala.

Aquel ínterin llamado entretiempo fue, tal vez, el lapso más largo de tristeza y ansiedad que él pudiera sufrir. Esos supuestos quince minutos se volvieron horas y la incertidumbre hacía que su cabeza le doliera como nunca y su garganta se viera congestionada como en alguna de sus peores enfermedades.

Pasados tales eones, se encontró en soledad en una mesa redonda, ante un geométrico y brillante elemento que le mostraría cuál habría de ser su estado de ánimo por el resto de sus fines de semana.

Sin darse cuenta cuándo, llegaron a su lado su cuñado, también tripero y un amigo de éste, simpatizante neutral.

Los recién llegados tomaron mate y comieron facturas como si nada ocurriera, durante los primeros minutos. Sin embargo, el aire comenzó a viciarse y la pasión y la ira del otro gimnasista empezaba a enfervorizarlo.

Sin perturbarse, él continuaba observando el juego, a pesar de que la furia que por dentro ardía se hacía más y más grande con el correr de los segundos, con la deslealtad de los visitantes para seguir con el juego y con la expulsión de uno de sus protagonistas preferidos.

Los repetidos intentos santafecinos de jugar con el reloj hacían que su enojo e impotencia lo hicieran sentir capaz de cualquier cosa: sensación que llegó a incomodarlo y hasta a asustarlo.

Los comentarios de los periodistas lo hacían ver que no era sólo una dolorosa ilusión lo que estaba viendo.

“Está logrando el ascenso Atlético de Rafaela, dando un gran batacazo, bajando a Gimnasia Esgrima La Plata”; “Sí, evidentemente: Atlético va a dar el golpe en estas promociones. La gran noticia porque no estaba en los planes.”

Los veintiséis minutos de la segunda etapa comenzaban a terminarse y, para muchos todo parecía perdido, sin embargo, un minuto después, una alianza entre dos enormes jugadores que han dado todo y amado su camiseta casi tanto como sus hinchas, sumado a un grave accidente protagonizado por los visitantes, desembocaron en una ilusión.

Vivió el gol sin inmutarse, con la calma que tanto lo caracterizaba. Parecía que nada podría hacer que reaccionara, ya que se encontraba sin decir una palabra desde hacía más de media hora.

No obstante, nada es lo que parece y, unos dos minutos después, sintió una puntada con un dolor indescriptiblemente placentero en su pecho: era algo que no había sentido nunca antes. Una sensación casi tan desconocida como inenarrable… Y es que el oír el fragor de todos esos miles que compartían su angustia unirse en un “En el Bosque me enamoré de ti… En el Bosque yo me voy a morir…” hizo que recordara aquella primera vez. Le provocó un retroceso de quince años en el tiempo, hacia aquella tarde de domingo en que el club de su pasión vencía a Belgrano de Córdoba por cuatro a cero y, encontraba por primera vez al amor de su vida.

Lloró en silencio, como nunca en su vida había llorado. Y momentos después, esbozó una incomprensible sonrisa y se libró por unos momentos de aquella angustia que tanto lo asediaba: es que sabía que su amor nunca se acabaría, y estaba seguro de que el enajenado cariño de muchos más tampoco tendría fin; que su “amor no sabe de categorías” y que su corazón nunca dejaría de latir ante esa albiazul pasión.

La sensación que lo abordó fue, tal vez lo más hermoso que lo había alcanzado hasta aquel momento en sus pobres diecinueve años.

No obstante, con la expulsión de otro de aquellos en los que él había depositado la poca confianza de la que disponía, aquel sentimiento se esfumó.

Volvieron a asaltarlo la ira, la impotencia y la angustia que, con tanta vehemencia había reprimido momentos antes. De ahí en adelante, todo fue dolor.

Y allá por los cuarenta y dos minutos, su corazón dio un atisbo de resignación ante la falla del portador de la número nueve, que tantas alegrías le había dado. Camiseta de la que tanto necesitaba, justo ese día para acertar tres veces.

Sus nervios lo destruyeron y no observó más. Se dirigió al baño y permaneció ahí alrededor de un minuto y medio.

Regresó cayéndose a pedazos a apreciar cómo un balón enviado por el lateral izquierdo, llevando el veintiocho a cuestas, era conectado por el bajito con el número 22 en la espalda y acariciaba la red desde adentro.

Sus esperanzas regresaron y, creyó que su corazón ya no latía.

La desesperación se hacía más fuerte que nunca y, tras que no podía consigo mismo, la superstición del otro tripero en la sala lo instaba a retirarse al baño una vez más. No le hizo caso.

Se quedó allí parado, a unos cuatro metros del televisor, con la piel de gallina, la cara más colorada que nunca, las lágrimas cayendo y sus manos sin cigarrillos.

Y sin más palabras que un “Vamos, que todavía hay tiempo”, dicho para sí mismo, observó cómo ese tan temido cartel era levantado por el cuarto árbitro, expresando que sólo seis minutos lo separaban del Infierno… o del Cielo.

No se movió. Y, sin haber superado la emoción reciente, tan solo dos minutos después vio cómo se unían una vez más las bandas de su tan amado estadio: un centro de un número siete que supo cruzar de lado a lado el área con su envío era conectado una vez más por ese muchacho de tan solo metro sesenta y cinco, portador del número 22; dejaba cabizbajo mirando al césped al número tres, vestido de celeste y blanco y, dentro del arco, al número uno con su buzo de color verde; y, por sobre todas las cosas, enviaba a besar los hilos desde adentro a aquel tan dulce como traicionero objeto de tan solo medio kilo que tan feliz había podido hacerlo.

El mundo se detuvo. Gritó como nunca en su vida había gritado y golpeó cuanto mueble y pared se puso en su camino con una fuerza inaudita. Su ruidoso llanto no le permitía seguir observando nada y hubiera jurado que podía oír los latidos de su propio corazón.

No comprendía cómo tantas emociones podían embestirlo en tan pocos segundos.

No sabía si reír o llorar. Si callar o gritar. Si seguir respirando o, simplemente morir ahí, en el momento más feliz de su vida.

La hazaña se consumó y los avistamientos que había tenido del Infierno minutos antes, se fueron como demonios ahuyentados por el máximo amor que alguien podría haber sentido.

Se tiró en el suelo, detrás de un sillón. A sentir el frío de las baldosas que, tal vez lo calmaran por un momento o lo ayudaran a respirar.

Sintió que todo era insípido e insensato, y sus nervios y su llanto no le permitieron devolver el abrazo de su novia que había sufrido tanto como él, escaleras arriba; ni el llamado de su madre, para contarle acerca de la locura de su padre, al que tanto le debía en un momento como ése.

Y ya no existió frío… Ni calor…

Se encontraba en un sitio imperturbable del cual, tal vez ninguna otra mente mortal hubiera regresado al mundo real sin salirse de quicio.

Sin embargo, bajó de aquel paraíso y decidió completar y compartir sus inefables sensaciones con aquellos que también las habían sentido, a pesar de tampoco saber usar palabras para narrarlas.

Abordó un tren con su novia y una amiga, y juntos se dirigieron al lugar con más felicidad en todo el planeta, en ese preciso instante.

Al llegar sintió cómo todos y cada uno de los sentimientos que lo habían asediado volvían a recorrer su interior. Apreció cómo evidentemente existía más gente que había percibido exactamente lo mismo y, una vez más, miró a la felicidad directamente a los ojos.

Los fuegos artificiales partían el cielo y otra vez era abordado por todas esas emociones. Entonces, a la luz de aquel firmamento, vio a un niño de unos tres o cuatro años, con la camiseta más hermosa subido a los hombros de su padre. Se hundió en un frenesí de estremecimientos, al verse allí reflejado, y pisó intencionalmente cada una de las amenazadoras trampas que le tendió la nostalgia. Pensaba en cómo su padre le había transmitido tal pasión y en cómo sus hijos, y los hijos de sus hijos, también portarían esa incandescente impronta.

Sonrió ininterrumpidamente.

Y antes de que se diera cuenta, la madrugada lo sorprendió dando vueltas en su propia cama…

Recordando aquella vez, hacía unos tres años, en el que una de las más dolorosas derrotas hizo que se durmiera temprano al atardecer, despertando a las nueve de la noche y prendiendo el televisor sólo para destruir su ilusión de que todo hubiera sido una pesadilla…

Y espantando rápidamente aquella horrenda evocación, decidió que era momento de que terminara aquel 12 de Julio, alargado hasta la madrugada: día en el que supo lo que era soñar despierto al oír…

“Insiste Rinaudo. Le queda a Castro. No! Le queda la pelota a Niell. La cambia para Cuevas. Gimnasia cerca del Milagro. Cuevas. Cuevas. Cuevas. Cuevas. Está…”




Nicolás Carnevalini. Ensenada.-

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