lunes, 15 de febrero de 2010

Una Historia Entre Mil Pasiones

Dedicado a mi abuelo.

Raramente tomaba por calle 60 de regreso a su casa. Pero esa tarde, la locura que invadía a la multitud no le permitió cortar camino por el bosque. La gente a su alrededor gritaba, saltaba y se abrazaba. Compraba compulsivamente gorros, banderas, choripanes y gaseosas. La plata había perdido su valor. Nada parecía importar demasiado.
Los autos tocaban bocina, la gente se asomaba por los balcones y el que podía, lograba comunicarse con algún amigo por el celular. Uno tras otro, a su manera, festejaba el histórico empate de Gimnasia.
Él llevaba puesto el gorrito deshilachado y a lo Piluso que había comprado una vez en la puerta del estadio. Él caminaba fuera de contexto arrastrado por la marea de gente enardecida. Nada parecía inmutarlo demasiado. Cualquiera hubiera pensado que era de otro equipo. La corriente, finalmente, lo llevó por diagonal 79.
Sus pasos se arrastraban por la acera como si le costara caminar. Tenía los hombros relajados y la mirada perdida en el asfalto. A su lado, un nene de unos ocho años se aferraba a la mano de su padre. Ambos reflejaban una sensación rara de explicar. Era emoción, alegría, celebrar la permanencia del Lobo en primera.
Al llegar a plaza San Martín un tipo colgaba del monumento flameando una bandera azul y blanca. Poco a poco la calle 7 se fue inundando como un hormiguero en invierno. Nadie se quejaba de nada. Atrás habían quedado las crisis, las discusiones, los tormentos de vivir un año en promoción.
Decidió sentarse en un banco a observar la gente a su alrededor. Un enorme ceibo le permitía un reparo encantador. Acomodó su boina. Sacó su atado de cigarrillos, dio mecha a su encendedor y de una enorme bocanada llenó de humo sus pulmones.
“Vieja nos salvamos” gritaba un pibe mientras corría y abría las manos para abrazar a su madre. “Te dije, te dije y vos no me creías”; “Viste, el enano tenía que jugar de titular”; “Esto me alegra por Madelón”; eran cuatro, de la infinidad de comentarios que llegaban a los oídos de quien todavía, contemplaba en silencio el paisaje.
Con la caída de la tarde y el renacer de la noche, apoyó las palmas de sus manos en aquel banco blanco y se levantó rumbo a su casa. Allí lo esperaba su señora. Una hermosa mujer de ojos celestes con la cual había recorrido todas las canchas del país. Ella era distinta, no era igual a las demás. Era, en definitiva, como su Gimnasia.
Cuando abrió la puerta, la sonrisa de aquella mujer le llegaba hasta las orejas. “Mono, ganó gimnasia, que alegría” exclamó estirando las cejas que se le entremezclaban con el flequillo.
La abrazó fuertemente. Tal vez, emulando aquella tarde cuando Maradona jugando para Argentinos Juniors, les perdonó la vida y se contentó con el empate. O como cuando tuvieron que soportar en silencio la derrota frente a Independiente en el 95.
Pero ahora la historia era distinta. El Lobo, ante una final, salía victorioso. El día le había resultado largo, así que tomó su mate cocido con galletas de agua y se fue a dormir. Durmió un buen tiempo. Tanto, que algunos desprevenidos todavía lo imaginan durmiendo.
Hoy me lo encontré en un sueño. Al recuerdo se me vinieron mil historias parecidas a estas pero en el fracaso. Sus bocinas en la puerta. El timbre impaciente sonando en casa. Su insistencia en dejarme sentado en la platea. Mi negativa a quedarme lejos de él. Nuestras aventuras de tablón, las pastillas acurrucadas en un bolsillo y nuestro regreso a su casa por las calles de La Plata.
Sus ojos verdes y buenos seguían reflejando su alegría. Me agarró del cuello con su mano derecha y caminando rumbo al galpón me expresó con su inconfundible voz que no entendía demasiado la reacción que había tenido la gente aquella tarde.
Asombrado, me detuve y le pregunte por qué. Tras unos segundos e irrumpiendo con su armonía el silencio que acarreaba aquella nube gris, me dijo “Es que a Gimnasia uno lo va a seguir siempre, incluso, después de muerto…”

Federico Ferraresi. La Plata.-

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