domingo, 14 de febrero de 2010

El último suspiro

Dejame que te cuente, vieja, ahora que estamos acá, solos, cómo fue ese día, en el que todos estuvimos al filo de la locura y que por poco nos encierran juntitos y al por mayor en el Melchor Romero.
Te pongo un poco en tema…. Resulta que con la petisa, con Vero, habíamos acordado tácitamente seguir toda la campaña dentro de nuestras posibilidades; mirá cómo habrá sido que para mi cumpleaños “nos” regaló el abono para los dos y, así nos perjuramos ir hasta las últimas, y digo esto porque ya estaba Francisco en camino y no sabíamos cuánto más iba a soportar ella con la panza.
La cuestión es que hasta el partido con Vélez llegamos y, de ahí empezamos un ritual con mis suegros de ir a ver un partido a cada casa, lo cual no nos anduvo para nada mal, porque le ganamos a los tucumanos, a Boca y cerramos con los jujeños, asegurándonos la promo, que, a priori, nos gustaba, pero con tanta mala leche que el único equipo que no queríamos, nos tocó: Atlético Rafaela. En esa cancha que parecía una especie de Bombonera en escala y que si tirabas un centro atrás un poco pasado, parecía que estabas dando un pase a tu arquero.

Llegó el miércoles, día de laburo que me encontró lejos de todo, con una radio chiquita en donde enganchaba radios frías, que me contaban algo en lo que se me iba la vida, de una manera distante y desalmada.
Había pedido un poco de laburo de más y me centré en mi hermetismo enfermo y desesperado a escuchar un partido que comía la cabeza de cualquier tripero.
Para qué contarte, vieja, cada gol errado era una trompada en la cara y, cada gol que nos metieron una puñalada interminable.
Cuando terminó el primer partido estaba hecho bolsa, llamé a casa para ver cómo andaba la petisa y se me rompió en llanto; te juro, vieja, se me partió el alma porque, por más que intentaba, los brazos no se me estiraban tanto como para abrazarla; y a la noche, cuando llegué a casa, lloramos como dos desengañados de amor, a los cuales la vida les había pegado un sopapo.

Ya para el viernes y, habiendo escuchado las declaraciones de los jugadores y de Carol, la esperanza un poco me había vuelto al cuerpo y, también en casa el temple había cambiado. Creo que me leí toda estadística habida y por haber; partidos de promociones anteriores, cuánto hacía que no ganábamos por esa diferencia, cuántos goles a favor de ellos, cuántos en contra nuestros y, para cuando me quise acordar, estaba empachado de números, noticias y datos que me volvían un loco ciclotímico.
La cosa terminó de mejorar el sábado a la mañana cuando desde arriba del 202 vi la fila que daba vuelta al estadio y, por más que quise, me guardé las ganas de ir, porque era o todos o ninguno, y si Vero con Francisco no iban, yo tampoco.

Llegó el domingo y el ritual indicaba que teníamos que comer en casa, pero mi suegro me madrugó y fuimos a comer a la casa de ellos. Comimos, realmente no me acuerdo ni qué, ni cómo. Se habló poco y nada en esa hora que nos quedaba y los fideos, creo que eran fideos, no terminaban de bajar.

Y Gimnasia salió a la cancha, y movió la pelota. Fuimos a comerlos crudos pero, como todo el campeonato, la pelota no quería entrar. Goles de lo más ridículo que se iban a centímetros, piernas que aparecían para desviar y hasta un penal que no nos cobraron.
En la previa, entre tanto de lo que se habló, la idea que estaba instalada en el aire era que donde entraba uno, entraban diez. Pero ese uno se hacía rogar. No quería entrar, no me preguntes por qué, porque no te lo puedo explicar, y creo que nadie puede.
La teoría de un gol cada 20 minutos se fue al tacho cuando terminó el primer tiempo, y estaba el partido 0 a 0.
Ahí como un mantra fatídico empecé a repetir, “¡¡Vamos a jugar con Argentino de Merlo!! ¡¡¡¿¿¿De Merlo???!!!” ; y cada uno lo empezó a tomar a su manera. Vero, si bien no se resignó, porque si hay algo que tiene la petisa es que es testaruda y persistente como ella sola, trató de tomarlo como algo que no era tan grave.
Rubén -mi suegro-, más tranquilo, repetía que bueno, que iba a conocer canchas que no había visto en la anterior bajada, porque él fue de esos “locos lindos” que siguió toda la campaña del ascenso, pero no sólo del ’84 sino desde el primer año que nos fuimos.
Yo estaba clavado viendo un partido que mientras pasaban los segundos me rompía de a poquito; y mi suegra parecía esos chinitos que hacen malabares con platos, cuidando que mi mujer no entre en trabajo de parto anticipado, que el marido no se descomponga y que a mí no se me reviente una vena, porque allá en la primera rueda contra San Martín, después con Central y los cuervos, a mí me dio un no se qué que me dejo mareado y sin poder respirar.

La cosa es que Madelón, fiel a su estilo, empezó a jugarse a todo o nada. Primero el Pampa por Mariano y después el petiso Niell por el paragua.
Entonces empezamos a bancar la defensa con uno solo que valía por cien. El Oso Agüero se bancó todo. Y nosotros estábamos al borde del colapso, porque parecía una historia repetida de ir y no poder.
Por allá a los 30 minutos un pelotazo de Chirola encontró a un Pampa que corrió como un galgo, la pisó contra un costado y sacó un centro bajo, mordido, sucio. Era fácil para el arquero. Era fácil para los defensores.
Pero ahí apareció algo, algunos aseguramos que es la misma mota de pasto que le puso el Lolo Lavallén a Rivarola en el penal de la Centenario. La cosa es que el arquero no llegó, pero sí llegó el uruguayo Alonso. La tocó y adentro.
1-0. ¿Locura? ¿Delirio?.. No, todavía faltaba. Se gritó, claro; ¡obvio! ¡Cómo no se va a gritar, carajo! Pero faltaba.

Ahí te soy sincero, Má, no estaba muerto, pero tampoco confiado. Dije: “Bueno, es el de la honra”. Un ratito después se fue el chileno Ormeño muerto, ya sin piernas de tanto ir y lo pusieron al Pata Castro. Entonces empecé a contar y eran muchos pibes “nuestros” y muchos hinchas.
Me acordé de una de tus herencias, el negro Dolina, que alguna vez dijo “prefiero perder con mis amigos, que ganar con un montón de villanos a los cuales no abrazaría ni en la mejor de las victorias”. Esto me calmó… pero no dejaba de pensar en todo lo que nos pegaba perder ese partido.

Adentro de la cancha seguían yendo. Chirola abajo del arco y de nuevo el uruguayo, también abajo del arco, se perdían goles que estaban hechos. Hasta que un codazo, sin mala leche para mí, dejó al Pampa afuera, y lo que era copar el área se nos iba escapando; encima Teté también se había ido por uno que argumentó una “renguera de perro” y que por ayudarlo para salir, la terminó ligando él. Quedamos con 9 almas. Nos quedamos con dos menos.

Se terminaba el partido, vos lo viste, estoy seguro que lo viste. ¿Qué nos quedaba? ¿Un descuento que no iba a ser? ¿Qué arbitro daría, en esas circunstancias, algún minuto adicional? Dos goles abajo y con un tipo menos.
Pero apareció Agüero, recuperó y tocó para Aued que corrió como si recién empezase el partido y, tiró un centro divino para que aparezca el petiso enorme de Niell… y adentro.
2-0. Locura porque iban 44 minutos. Locura porque se podía. Locura porque teníamos a nada la posibilidad.
Yo en casa, más que gritarlo, repetía que no podía ser tan puta la vida de dejarnos afuera así, tan cerca. El nene empezó a patear, Vero a lagrimear medio por las patadas y medio por la situación y, mi suegra creo yo a esta altura, estaba ya con el 911 marcado.
Pasaron 2 minutos. Para nosotros 2 años.

Y acá es cuando para mí entraste vos. Y si me decís que no, no te creo. Cuando la agarró Cuevitas yo estoy seguro que vos le tuviste que dar uno de esos abrazos que me dabas de chico para calmarme por una pelota perdida o por un revés del lobo; si no, no se entiende, tanta paz para tirar la pelota, tanta tranquilidad toda junta en ese momento crítico y, menos aún ese guiño de suerte que no tuvimos en todo el partido para que pegue en la rodilla del defensor y le vaya a medida al petiso para ese vuelo magistral.

3-0. El gol y el llanto que se juntaron una vez más. Otra vez me quedé sin aire pero de gritar como loco. Vero que se cayó al piso porque se le aflojaron las piernas y Rubén corriendo por toda la galería de la casa tratando que no se le piante una pantufla traicionera que lo deje de traste en el piso.
Pero esto es Gimnasia y había que sufrir un poco más. El tiro libre que deriva en esa especie de chilena y un par de centros picantes que nos pusieron al borde del síncope a todos.

El final del partido llegó. El llanto y la emoción como denominador común, todos abrazados saltando. Y en la calle nos juntamos todos, si hasta se sumó un cuervo, amigo del barrio, que estaba tan enloquecido como nosotros. Bastantes días me costó creer esto que pensé que era un sueño durante muchas noches. Bastante me costó bajar de esa alegría interminable para empezar de nuevo el mismo camino.

Y por eso te traje acá, vieja, para contarte esto, en medio de estas tribunas que nos vieron llorar, festejar y alentar. En este templo que para nosotros es nuestra casa. En donde me trajiste a mi primer clásico. En donde generamos dos terremotos (porque el petiso, así de chiquito, hizo saltar el sismógrafo de nuevo).
Qué se yo… no me pareció el río un buen lugar para que te quedes para siempre; y yo sé que acá siempre quisiste estar y que vas a tener un montón de gente amiga.
Porque yo sé vieja que siempre vas a estar flotando acá en el aire para que Francisco pueda disfrutar con su abuela de nuestro Lobo del alma, esta herencia eterna y sagrada que me legaste, que nos legaste. Porque sé que siempre nos vamos a reencontrar en cada abrazo de gol.

Martín Garyulo. Berisso.-

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