martes, 9 de febrero de 2010

El Diario del Lunes

Dormido el corazón entre las brumas de una cama que no es la suya, observó cómo ella hojeó un diario, la sección de policiales, de política nacional y local, la de sociales y para lo último, apenas pasando las páginas, ya cansada, la de deportes, y ahora observa cómo prende un cigarrillo y exhala el humo que, ajeno, se disuelve en el aire. Hace un día que están en vela, café acuoso de por medio, sin noticias de Evaristo, un día padeciendo un insomnio insoportable. Los dos quieren irse, fugarse, aunque por motivos dispares. Ambos quieren que pase el día domingo sin sobresaltos, con el irremediable sucedido, con la historia encajando como piezas perfectas de un rompecabezas. Pero es sábado por la mañana y no se está tan mal a pesar del frío de julio.
- No sé qué es lo que querés hacer- dice ella,- estoy harta de hablar.
El, enroscado entre las frazadas, le responde, justificándola:
- Alejandro tampoco vino…
El hostal está emplazado en el medio de la ruta a Buenos Aires, a cincuenta y tantos kilómetros al norte de Santa Fe. Está en desuso, sólo residen permanentes una pareja de changarines. Cruzando la ruta, una estación de servicio ofrece un bar decente, lo suficiente como para que se pueda comer y tomar café o whiski cómodamente y a precios módicos. La vida allí es de paso, la suya puede acabar transformándose en ajena. Hace dos días que descansan ahí, profanos o extranjeros, condición preferible a la de condenados.
- La vida no es el deporte- dice ella, guardando unas sandalias negras en un pequeño bolso de mano.
- No, claro… -dice él, simulando comprensión.
Mara observa con nostalgia la habitación echándole una última mirada como registrándola en una fotografía mental que el tiempo, no sin trabajo, se encargará de borrar.
- La vida no es el fútbol –repite.
- Tenés cara de cansada.
- ¿Y qué querías?, desde el jueves me tenés acá. Ni vos sabés qué querés hacer. Me voy a pintar –dice, toma el néceser y va hasta el baño.
El aprovecha para levantarse, cambiarse y prender un cigarrillo. Abre la puerta de la habitación y la luz lo ciega. Cuando el esplendor pasa o sus ojos se acostumbran, ve a la muchacha que les prepara el desayuno tendiendo la ropa. Lo saluda amablemente y le pregunta si durmió bien. Responde que sí, gracias, e intenta cerrar la puerta para evitar preguntas desafortunadas. Pero la muchacha, terca, dura de carácter, estira el brazo y traba la puerta con su mano, le sonríe y le dice:
- Su amigo vendrá a buscarlo.
- ¿Qué? –pregunta él, asombrado.
- Sí –dice ella, - su amigo vendrá a buscarlo. No me pregunte cómo lo sé, pero lo sé. También sé que usted no me pagará.
Mara sale del baño y la muchacha se asusta, sus gestos denotan pavor y vergüenza, saca el brazo y Barón alcanza a cerrar la puerta. Mara está preciosa, radiante, y él disminuye su desconcierto ante la lozanía de la mujer que va a abandonarlo.
- No tiene sentido quedarse –le dice él.
- Tampoco tiene sentido abandonar, justo ahora. Después de las cosas que han pasado. Quedate, te va a hacer mal estar allá.
- ¿Vos en qué pensás irte?
- Voy a caminar.
- ¿Caminar?- pregunta él, incrédulo.
Lleva puestos unos jeans ajustadísimos y unos zapatos de taco, y además de la cartera, debe cargar con un bolso.
- Sí, hasta donde pueda llegar caminaré.
Hay un silencio incómodo que perturba los nervios maltratados por la vigilia.
- Esta situación es insostenible –dice ella, besándolo en la frente. Y cierra la puerta tras de sí.
Ya deben haber pasado más de cinco minutos porque el cigarrillo está aplastado sobre el cenicero. Camina por la habitación, sorprendido por la extraña y caprichosa forma de transcurrir que tiene el tiempo. La vida no es el deporte, dijo ella. Y es cierto, pero también el deporte es vida. Desconcertado, abre el diario al azar, el mismo diario que ella leyó hace poco más de quince minutos. La ciudad es un infierno, trompetas suenan, jinetes cabalgan por el cielo, la sangre de cordero chorrea en las paredes a modo de graffitis perversos. Más de medio pueblo condenado a sufrir eternamente; hijos, padres y abuelos envueltos en el mismo manto de impiedad. La vida no es el deporte, dijo ella, pero el deporte es vida, ayuda al funcionamiento del corazón, al normal maratón de la sangre que nos permite vivir y nos quiere sanos y fuertes ante cualquier embate.
- Pero la suerte no cambia –dice él, en voz alta, y se ríe al darse cuenta que está hablando solo.
No, la suerte no cambió. Evaristo y Alejandro dispersados por quién sabe qué parte de Santa fe. Como una forma de la cábala o injerencia de la fatalidad o sólo separados a causa de las manos de los hombres que hacían vomitar a las escopetas el jueves por la tarde.
Barón va hasta el baño, resignado. En el espejo del botiquín, pegado con cinta, hay un sobre que tiene su nombre. Reconoce en él la caligrafía de Mara. Evaristo y Alejandro se encontraron –dice la carta-, y van a pasar por esta ruta mañana a las ocho de la mañana. A velocidad media llegan tranquilos. Sé que no me hubieras creído si te lo hubiera dicho. Y como si hubiera leído el diario del lunes, te veo festejando.
Relee la carta sentado en el bidet, línea por línea, palabra por palabra. Absorbe la idea, la asimila como el cuerpo al agua. Puede decirse que se siente dichoso, o al menos, sereno. Te veo festejando, dice Mara, y la bondad de la mujer que se resigna a un hombre corre como un río desbordado, porque ella lo prefiere libre, lejano y festejando, a tenerlo encadenado y afligido. La vida quiso que ella no entendiera el significado de la palabra pasión, donde el diccionario grita en su acepción más fuerte los colores azul y blanco, aunque la permite porque sabe que es verídica.
Junta sus cosas y sale a la ruta, ahora el invierno no es crudo, huele a primavera, a tilo florecido lejos del hostal impago, a días viernes y sábado borracho perdido y a domingo a las ocho de la mañana en viaje, huele a peregrinación, a muchedumbre enloquecida, frenética, huele a historia gloriosa, a Mara y su perfume de fe ciega, a giro de la suerte, a gargantas inmortales, a diario de lunes, a miles de vidas un poco más felices.-

Juan Ignacio Mercapide. La Plata.

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